lunes

Sssssssssss...

El asfalto enfrente de sus ojos se había convertido en el terreno donde su mirada quedaba atrapada. No importaba el día, ni el calor de treinta y cuatro grados, ni la brisa caliginosa de aire que alrededor de las seis de la tarde descendía de los cerros tutelares. Su posición fetal y su gorra maltrecha y raída lo estaban convirtiendo en insignia, en símbolo espiritual para los ojos en que quedaba atrapado. Aunque para muchos peatones y andariegos su figura dejada y desértica mostraba una multiplicidad, una dualidad, una mezcla social y a veces mentirosa. Unos lo veían como cualquier indigente o reciclador que estaba próximo al desbarrancadero de la muerte, otros lo asociaban con una persona de alta clase baja, pues su silencio violento y sus palabras atragantadas extendían a su alrededor un hálito de respeto y acatamiento. Su cuerpo ligado al tiempo externo y su mirada anclada en la distancia que unía las calles y la carne, más el paso impertérrito de un mundo apresurado, hacían de los días, en sus horas y segundos, un rito que muy pocos comprendían.

Llegaba en horas de mañana, no sé de dónde, y acomodaba su cuerpo sobre el andén, su espalda la descansaba sobre una columna del veterano edificio sobre la Calle Quinta. Y entonces empezaba, aniquilaba todos sus movimientos quedando yerto ante el transcurrir de corrientes oscuras y siniestras, cuyo torrente convulsionaba en medio de mujeres hermosas, presos condenados a ciclos y ciclos sufribles en sus calicalabozos y chorros y chorros de un sol oro liquido que nunca lo vencía. Yo me instalaba a pocos metros fingiendo esperar el bus, sabiendo en mis adentros que empezaba a entender superficialmente el silencio y la vocación de este anciano, que más tarde sería mi maestro. Él no abría sus venas, ni ponía su carne en el asador, simplemente se encerraba, vetaba sus sentidos y todas esas pulsaciones se precipitaban en su cuerpo, lo estropeaban sin transmitir los agudos segundos del dolor, se había metamorfoseado y ahora era una bola de cristal. El planeta era ignorado, pasaba inadvertido, la realidad dura y cruel, esa realidad gástrica de todos los días al iniciar y al culminar, era otra. Se escindía de Cali y pasaba la frontera entre éste mundo y el suyo, el del pasado, el del recuerdo, las llamadas ruedas de la vida. Vagabundeaba por los empedrados caminos de su memoria marchita alimentándose de sí mismo. Yo no comprendía, él era un objeto más en Cali. El medio día llegó y el hambre no se hizo esperar.

Esperé a que terminara con su dramático e incomprensible acto, pero continuó, la puerta de su corazón aún estaba abierta y drenando a mil por hora su mundo interior. No aguanté y zúacate, caminé hasta la primer cafetería que encontré y comí algo rápido. De vuelta me encontré con la misma imagen, la del sumo religioso en comunicación con Dios, la del maestro oriental convocando sus fantasmas entre la sangre, prestos a luchar contra los vivos, contra esta ciudad y sus condiciones que tanto lo han herido.

Su acto, su ceremonia se extendió a lo largo de tres, cuatro horas, pasmado, con los ojos bien abiertos esperando regresar de ese viaje. No podía quedarme más tiempo ahí, yo tenía que seguir siendo parte de esta realidad, una obligación, un ciclo me esperaba tras la cuatro paredes de mi oficina, de mi vida. Me acerqué y proyectando un aura interrogativa le dije:

- Perdoná Viejo...

Sin desbaratar su posición, sin mover sus labios accidentalmente y sin desacartonarse de su interioridad susurró:

- Sssssssssss...

En esos dos segundos me enseñó a desamarrarme de los apegos y los objetos, aprendí que Cali existe mucho más allá y mucho más acá, más adentro, que a veces las fronteras están dentro de nosotros mismos. Pero él volvía, regresaba, y aquí lo esperaba una noche armada de muerte, de caminos oscuros.

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