lunes

LA CRUZ

“Me voy a volver una sombra
de melancolía y de allí al
tango no hay sino un paso”
Andrés Caicedo


Un daño eléctrico nos había dejado sin luz aquella noche. Pero era costumbre que el barrio quedara a oscuras para cometer delitos, para ajustar cuentas, más exactamente muertes pendientes. Caminaba con Ismael, me comentaba con ese acento paisa lo que le sucedió al salir con Carolina, esa caleña que lo enamoró, pero nosotros que nos bajamos del andén cuando me dice él que ella apagó su corazón, y preciso la calle quedó a oscuras y los niños corrían o gritaban buscando las puertas de sus casas. Ismael quedó pasmado, pese a la luz de la luna no alcancé a notar su soledad o escuchar sus comentarios que nunca faltaban, mientras continuaba avanzando. Regresé a él, estaba cagado, nunca supo qué era negro más negro en mitad de la calle hasta ese momento. Vamos, devolvámonos, me dijo. Yo acepté, porque él no conocía el barrio, ni las calles, ni el miedo nocturno, ni la violencia, ni el ruido de la oscuridad, ni el engaño de la luna. Entramos a su casa, encendió una vela y la historia de Carolina continuó rodando. Una mujer joven, atractiva, voluptuosa, caleña y muy coqueta con los verdes agentes que se paseaban por el barrio cuatro veces al día exactamente a la misma hora siempre. Me contó de sus besos en esa oscuridad, la emoción que le despertaba al tenerla cuerpo a cuerpo en el único parque de la comuna, que estaba enamorado pero no encantado y que le pesaba como una cruz el haberla dejado por su capacidad de amistar con todos los hombres que cruzaran una mirada al pasar frente a ella. Entonces recordé la vez aquella cuando puso esa chocolatina en mis labios con una enorme sensualidad y una engañosa provocación, pero no caí. Ismael no podía con la nostalgia y la tristeza, aseguraba que no era hombre para Carolina, que quizás a ella le llegaría ese narco que la haría mujer, ese su macho, su verde agente. Me ocultaba algo, a media luz podía saberlo, el amor de un hombre no se convertía en miedo de la noche a la mañana. Habían largos silencios, como esperando ruidos. De repente interrumpía mis consejos y mantenía exageradamente pendiente que el viento frío que se colaba por las ventanas de ese segundo piso no se llevará esa llama alegre y naranja. Maldecía esos patrulleros que sólo querían sus vísceras firmes y al final vagabundas. Faltaba algo, su decisión.
Tenía que volver a casa para acostar a mi bebé. Ismael decidió acompañarme y desgraciadamente pocos segundos después la policía nos detuvo como pudieron para pedirnos los documentos y requisarnos con rabia. En ese momento recordé la muerte de Carlos en es mismo lugar donde Ismael quedó paralizado. Fue a mitad de calle, una calle que ha visto nacer pocos pero morir muchos, calle caliente al fin y al cabo. Con Ismael tomaron más de diez minutos llamando a centrales de riesgo. Más delincuente era yo. Le entregaron sus documentos y seguimos a casa. Giramos en la esquina y frente a nosotros empezaba calle caliente. Ahora el cagado era yo, mis piernas se negaban a cruzar esos metros de pasado y olvido. Pero tomé el doble de fuerzas y alcancé el ritmo de Ismael. Un foco de luz nos iluminó por detrás, subí al andén y encandelillé mis ojos tratando de desnudar ese amarillo brilloso. Se vino a toda velocidad hasta el punto donde estaba Ismael, allí quedamos a oscuras y el rafagazo lo dejó tendiendo sobre el pavimento. La moto tomó el camino más seguro, la oscuridad. Ismael estaba muerto, aunque no lo veía, ni lo escuchaba. A los dos minutos la energía regresó y la sangre fue manchando cada poro de esa calle cuya historia era más grande. Desde aquella noche me siento en la esquina a mirar a Carolina y los roces del verde militar con el dorado sensual, sus carcajadas, su frescura, su capacidad de olvidar, su vida con asesinos y narcos escondidos. Es joven y posiblemente se estrelle con la vida de frente en pocos años. Ni siquiera recuerda a Ismael, no tiene motivos, no tiene herramientas, ni pistas que la detengan en medio de calle caliente. Tendré que dejarle el peso de Ismael. Tantos amigos en esta puta calle. Sí, ahí están me dicen, pero se fueron, lo sé, era demasiado el peso… Carolina pasa y queda asombrada, se arrodilla, llora, y roza la cruz que hay clavada en medio de la calle.

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