lunes

Saliendo del Hospital

“La vida es un hospital donde
la pobreza es un cáncer”

La discusión con su madre hizo que su ira aumentara y con todos los diablos metidos dentro sacara la bicicleta para no escuchar más los lamentos y los llantos con que ella había iniciado el día. Salió azotando la puerta estruendosamente, maldiciendo su vida, su destino. Afuera, entre cada pedalazo lento y siniestro que destruía su memoria no lograba comprender la gran desilusión que hería el corazón de Anabel, su madre. Para él tan sólo eran sorpresas que provenían de disfrutar la juventud cuando más se anhelaba. Y mientras más aceleraba no le cabían en su cabeza tanto las deudas pendientes como sus sueños frustrados, ahora acompañados por la línea desesperante de ser padre a los diecisiete años. Era indudable que pocos gustos y rutinas iban a perdurar, y en la calle se topaba con todos, con los ancianos, los niños, los mismos jóvenes, y también con las mujeres, su punto débil.

Esta vez cambió de costumbre, y en medio de la soledad de sus pensamientos prefirió la compañía del silencio, de la resignación y la timidez a las charlas locas y desaforadas de sus amigos de barrio. No quería escuchar de persecuciones, de rumbas ni espejismos sexuales, tampoco hablar del partido del domingo, ni de la marihuana que ellos compraban clandestinamente todas las noches en la tienda de Miguel. Ahora su vida iba mucho más allá, sentía que realmente era joven, se estaba tragando sus problemas a cada segundo sin contar con su sombra como compañera de viaje en la vida, era él mismo y nadie más en aquel momento.

Se bajó de la bicicleta y miró el parque en toda su extensión. Dejó que la bicicleta se cayera en la tierra deshidratada y pálida sin importarle que sus amigos de delincuencia estuvieran a pocos metros de allí analizando cada uno de sus movimientos, extrañando la camaradería del amigo jovial, pensador y siempre ingenioso con quien algunos, habían vivido y compartido varios meses de estancia y castigo en uno de los calabozos para jóvenes de la ciudad. Diego se acercó a las gradas de cemento que servían de tribuna cuando jugaban los muchachos del barrio, y con su mano derecha rastrilló un fósforo que le dio vida a un grueso cigarrillo de marihuana que fue a parar en sus labios luego de sentarse y mirar al horizonte. Al fondo se podían observar los cerros y una que otra nube amenazando lluvias en la noche. El vicio empezaba a consumirse y el a clavar su cabeza en el aire, con una mirada dislocada, resignada a esconderse en un sitio fijo.

Pensaba en Anabel, en su novia y el embarazo, luego torcía sus ojos para ver a sus amigos conversar y joder entre ellos. No le cabía en la cabeza tanta mezcla de humo, de placer y de miseria. Tomaba la marihuana entre sus dedos y respiraba profundo buscando extasiarse, buscando nublar la zona donde había pasado su memoria las últimas 24 horas. No sabía qué hacer con el dolor moral de las deudas de su madre, no se le ocurría nada, y de nuevo el cigarrillo entre sus labios. Las palabras de Anabel entre sus recuerdos lo hicieron estirar su cuerpo a lo largo de las gradas: “Mijo, cómo vamos a hacer, usted ya con un hijo y yo para morirme sin poder sacarlo del vicio”, y sus diecisiete años respondían: “usted no se va a morir porque ese vicio lo estoy dejando, vamos a ver que ese pela’o nos va a cambiar la vida, nos va a traer alegría que es lo que le falta a esta casa desde que usted madre dejó que la vida luchará por mí, que las calles velarán por ese niño que nunca supe quien fue”, y ella llorando, sufriendo en cada palabra aclaró, “no fui yo, fueron tus amigos, fueron esas viejas que te quitaron la virginidad del mundo, fueron los vicios, esos con los que no he podido y nunca podré, los que te arrastraron a las esquinas y a las cuatro paredes de las cárceles, todas esas que has visitado, y entonces dime porque yo, porque la culpable si nunca quisiste conocer el amor de tu madre, si preferiste abrazar con tus labios un cacho de marihuana que abrazar con tus ganas el cuerpo de tu madre”. La puerta se cerró estruendosamente.
En el fondo de su alma, donde no llegaba la traba, le dolían los problemas y su corazón lloraba de rodillas a Anabel. El efecto del psicotrópico empezaba a notarse en sus ojos embargados ya, por una corriente rojiza, como si estuviera drenando el infierno interior que se había forjado con sus pocos años de vida. Bajó de las gradas y empezó a mirar el cielo de pie, erguido totalmente como queriendo alcanzar las nubes, las cuales creía estaban hechas con el mismo humo de su marihuana, las veía como la consolidación de tantas trabas grabadas en las tardes. Su inconsciente poco a poco lo sacó de la realidad, lo sacó de esta vida rota, agolpada en tan solo diecisiete años.
Esa era su solución ante las discusiones, las dificultades y los embotellamientos de cada día. Sufría demasiado como para merecerse una catarsis de este tipo, anhelaba tanto dejar de sentir ese miedo de vivir, de estar aquí, que la vida se le convirtió en un hospital del que la marihuana lo sacaba a pasear.
Se mantuvo de pie todo el tiempo hasta que el cigarrillo dejó de existir. Ahora permanecía anonadado, hecho una figura de cristal por la que no pasaba nada de dolores ni pensamientos que le mancharan esa visión tan perfecta del infierno. Y entre su traba veía a Anabel sonriendo de la mano de un niño que tenía sus mismos rasgos cuando chico, veía a su novia abortando, pero a la vez en un hospital dando a luz, y ella sonriente mientras los tres, disfrutaban el momento más maravilloso de la vida. Y entre esas imágenes estaba él mismo; Diego recorriendo las cuadras de su barrio recordando la libertad y olvidando los barrotes de una prisión, Diego abrazando como nunca a su madre, Diego en ese mismo parque anotando los goles que siempre quiso hacer pero que sus pulmones no lo dejaban, Diego como espectador de su propia vida, como hincha de sí mismo. Permaneció así a lo largo de cinco minutos mientras la traba iba desapareciendo, pensaba fuera de la vida, y ahora entendía por qué el vicio de la marihuana, por fin tenía un sentido que nunca nadie lo descubriría. Solo él estaba en esas condiciones, solo él sabía a lo que se enfrentaba cada vez que se disfrazaba de drogo, de marihuanero, como lo llamaban las amigas de Anabel y las viejas chismosas que vivían pendientes de su vida y la de su madre.

El sol le dio de frente en su cara, sintió como nunca los treinta y pico de grados de la tarde calentando en su rostro, entonces supo que estaba de vuelta, que su bicicleta ya no estaba enterrada en la tierra, que tampoco sus amigos estaban y que a pocos metros su novia armaba el discurso más grande la tierra. Bajó de las gradas y lo primero que hizo fue estar lo más lejos de su novia para que no sintiera el intenso olor a marihuana, pero el aire lo decía todo. Ella dio media vuelta y se marchó con una tristeza que le decía, has cometido el peor error de tu vida. Pero a Diego no le importó. Salió en busca de su bicicleta y de sus amigos que seguro le habían hecho alguna broma.

Tomó por la calle de Alberto donde sabía estarían reunidos. Cruzó a la derecha y bajó un par de cuadras más hasta llegar a una de las cuatro esquinas donde estaba su bicicleta soportando el peso del gordo Jorge. Estiró su mano derecha y saludó a todos, a Jorge le dio una palmada en su espalda y le dijo: “entonces muy gracioso gordo...”. Todos se burlaron de él y le indicaron que sería mejor no se trabara tanto porque en cualquier momento podrían matarlo. Diego los miraba en silencio hasta que bajó a Jorge de su bicicleta y alejándose les explicó, “no es eso, son los problemas, los problemas son los que me van a matar”.
Se fue pedaleando suavemente, hasta la casa de su novia, pero no estaba allí, entonces decidió volver donde sus amigos y dejar que todo fluyera. Allí todos miraban las mujeres con lascivia, fuera quien fuera, fueran los años que fueran. Diego llegó, acomodó la bicicleta en la calle y puso su espalda sobre la pared de aquella casa abandonada, que servía como metedero de ladrones y perros callejeros.

Desde ese momento reino el silencio, todos se cruzaban miradas y no entendían lo que le pasaba a Diego, algunos se imaginaban que su novia lo había dejado o que estaba triste por la derrota del Cali en el clásico del domingo, pero nadie atinaba, nadie comprendía la magnitud de sus dolores. Pasaron diez minutos, solo se atrevían a fantasear con las voluptuosidades de las peladas del barrio que caminaban por allí y a cantar al son de la música que sonaba fuerte en una de las casas vecinas. Diego apoyó la cabeza sobre la palma de su mano y sintió la necesidad de abrazar a Anabel y decirle Te Amo a su novia, fue una necesidad imperiosa que lo obligó a dejar su mente en blanco, dispuesta solamente a escuchar los ruidos que venían de la calle. Segundos después, una voz casi infantil gritó: “qué le pasa a este man”. Diego levantó la cabeza y era Fernando, el gerente del grupo, el capo, el maestro, el dueño de la narcojuventud. Diego esbozó una sonrisa fingida en su boca y estrecho la mano de Fernando mientras le respondía: “fresco parce, tengo sueño no más”. Pero Fercho no se tragó esas palabras y lo llamó, Diego se acercó a su silla de ruedas y lo escuchó: “yo también estoy lleno de problemas y más oscuros que los tuyos, a mi me están buscando para matarme por todo lo que he hecho, tengo dos hijos con viejas diferentes y todas dos me están escurriendo lo poco que tengo, vivo en una silla de ruedas sin poder escapar, nunca he sentido amor por nadie porque nadie lo ha sentido por mi, tal vez el único consuelo es mi cucha y la casa que le construí en otra ciudad para que no sufriera por mi destino, tal vez eso y esto”, finalizó sacando una bolsita de papel de entre sus piernas. “Esta es mi salida a todo esto, a este hospital en que siempre se convierte la vida cuando uno más la vive”, aseguró Fercho dándole uno de esos cigarrillos a cada uno de sus amigos, en especial a Diego, se lo entregó en las palmas de sus manos y las cerró fuerte como imprimiéndole fuerza a sus ganas, a su afán. Diego volvió su espalda a la pared y Juan le acercó candela a su vicio. Empezó a fumar feliz, convencido de que la vida si era un hospital, de que podía salir de él cuando quisiera.

Todos se veían degenerados, la juventud en aquel sitio había llegado a un punto crítico, era lo que permitía la miseria y los errores. Diego se fue yendo a su éxtasis en silencio, entre el olor agrio que desagradaba a los vecinos de aquella esquina, que empezaban a salir a las puertas de las casas buscando el foco de aquel olor.

Diego no reconocía a nadie, se veía rodeado de personas extrañas que no interactuaban, no existían, corrían y corrían dentro de sí mismos. En la calle veía pasar a Anabel y a su novia, pero no eran seres reales, eran ilusiones que se forjaban en su memoria. Pero notó que alguien descendió de una moto y tomo parte de la reunión, alguien que se le acercó y junto a sus amigos de vicio empezaron a cantar algo que les decía Rubén Blades en uno de sus temas que sonaba en la casa de un pirobo que parado en la puerta los miraba como si fuera juez de la vida, y Rubén Blades cantaba: “Saliendo del Hospital, luego de ver a mi mamá...”

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