lunes

La Ruta

Vine de un infierno para meterme en otro, pero no solamente yo, somos cinco: mi mujer y mis tres hijos. Ellos duermen improvisadamente cerca del estadio, allá en ese parque donde junto a muchos somos simples gamines o indigentes, hasta ladrones y mentirosos, pero no lo que somos, desplazados, víctimas y atormentados por un fantasma que hace de las ciudades verdaderos vertederos de carne, de imposibilidades. Van cuatro días, que parecen cuatro décadas con el bochorno en medio de la sangre. Las calles de esta ciudad parecen pasarelas de miseria por las que desfilan frustraciones humanas, las mismas que hoy me tienen deambulando de semáforo en semáforo, de pasarela en pasarela, buscándole una salida a este espiral de miseria en el que me sumergió la violencia. Lo único que está a mi alcance, para sobrevivir, es treparme por las registradoras de los buses y contar mi realidad, ese curso de mi vida sin dirección que cada día nos conduce a la muerte segura. Ahí viene uno, todos aquí pelean por subirse, pero el chofer nos ignora envolviéndonos en ese humo degenerado que respiramos a bocanadas. Ahora se vinieron en manada, pero la ruta del bus rojo me intenta decir algo, es mi primera vez. Se detiene, bajan unos pasajeros, aprovecho y miro al conductor con naturalidad, explicándole el por qué de mi presencia. No mentí como me aconsejaron. Hubo un silencio terrible y una mirada atascada en el aire de parte de él. Subí los dos escalones interpretando su mutismo como una afirmación. Aceleró y me dijo Hacéle, subíte. Agarré fuertemente con mis manos la registradora y salté, me tiré al charco, donde frente a mí una recua de miradas desencantadas y adormiladas oprimían mi insulsa existencia, que lucía como recién llegada del peor hueco. Las palabras se quedaron en mi cerebro, ni siquiera fueron capaces de esconderse tras los labios. Pero poco a poco la rabia me subió a la cabeza, con la misma dosis que aquel hombre al volante aceleraba la marcha. Entonces empecé tratando inútilmente de sonreír:
- Que pena con ustedes, disculpen las incomodidades, pero soy desplazado, vengo con mi mujer y mis tres hijos de El Infiernito, Nariño...
Apenas dije eso, tuve que separar mi pensamiento de mi habla para escuchar todos los voceos. Un par de señoras, adentradas en años y en carnes, me señalaban diciendo que no era desplazado, que era uno más de los mentirosos que se suben a diario a los buses para suplantar una identidad, un rotulo que es pura mierda, pura basura. Quise entonces acoplar de nuevo pensamiento y palabras y decir:
- Estas ojeras, que ustedes ven señoras y que dicen ser de consumir drogas, son de noches enteras sin poder dormir, noches sin fortuna atormentado por escuchar a mis hijos pidiendo comida, sintiendo derrumbes en su estómago; estas venas que dejan ver el enmarañado circuito de mi sangre quieren romper mi piel y mostrar el vacío que llevan dentro, esa soledad que nos arruina internamente. Mi delgadez extrema tampoco es de las drogas, el mugre que me habita no quiere decir que soy gamín, ni limosnero de profesión, mi ropa raída e indecente no debe mostrarme como reciclador, pero la dureza de estos callos y la verdad de estas cicatrices muestran que fui, soy y seguiré siendo campesino.
- Serán de coger coca... – rumoreó un joven en medio del maldito calor del sol que pegaba en su rostro-.
- No joven, no son de sembrar coca, ni ningún cultivo ilícito, son manos cuyas rugosidades y asperezas están marcadas por el plátano, café, yuca, naranjas, en fin, untadas y baboseadas de tierra...
Continué invadido por ganas de bajarme y buscar otra salida, pero al final casi todos colaboraron, menos ese joven incrédulo que permanecía yerto y pasmado mientras observaba los calzones de una joven bella que se disponía a tocar el timbre. Agradecí el apoyo y bajé junto con la muchacha en medio del piropeo del joven. No sabía dónde estaba, sólo escuchaba un silencio y veía un confuso desorden de calles solitarias y refulgentes. Caminé con rumbo al sol mientras contaba las monedas que había recolectado, eran pocas, pero en total sumaban unos dos mil pesos. Las guardé en el bolsillo izquierdo del pantalón, pero todas cayeron al suelo, estaba roto. Cuando las recogí eran menos, ahora sumaban mil quinientos, no sé en que hueco caería. Las metí en el otro, seguí andando hasta donde encontrara un bus. Llegué a un parque y me detuve frente a un palo de mango. Sus frutos se veían sabrosos, me recordaban las palabras de mi hija mayor cuando nos preguntó a dónde iríamos. Yo le respondí que a Cali, y ella, sonriendo y saltando dijo:
- Pero me prometes que me darás mango biche con sal, ¿sí papá?
- Claro mi amor, vamos todos a comer mago biche con sal... –dije sabiendo que vendríamos sólo a respirar un aire contaminado, a vivir en medio del calor y el hambre-.
Me subí al árbol y arranqué tres mangos verdes verdes. Al bajar sentí un olor agrio y molesto. Sabía que era marihuana, pero no quien la estaba consumiendo, ni de donde venía su olor. Fue en ese instante cuando sentí pavor, desconfianza por esta ciudad, que muchos habían asegurado era cuna de malandros y narcos. Los latidos de mi corazón me comunicaban algo, premeditaban un suceso. Cambié la velocidad de mi marcha ahondando en aquel barrio solitario y muerto, sumergiéndome en esa maraña de tejas y cemento cada vez más pequeñas y apiñadas. De repente, cinco jóvenes me sorprendieron por detrás y me quitaron todo, hasta los mangos. Estaba muy asustado, con ganas de gritar y quitarme la vida por odiosa que era. Los miré con rabia y desespero a medida que ellos me apuntaban con sus armas y me decían, largáte pa’ la mierda viejo marica. Entonces corrí como nunca, empujado por el afán de mi propia sombra, como si un puñado de fantasmas muertos anduvieran a mi espalda. Llegué a una avenida con varios carriles, transitaban carros, motos, ciclas, carretillas, hasta la vía del tren pasaba a pocos metros. No lo quería hacer, pero era mi obligación treparme a un bus, contar con cobardía mi vida atascada, mi fracaso como ser humano. Tuve que esperar por lo menos dos horas, ningún conductor permitía trabajar, ni siquiera se detenían. Uno de ellos me aseguró que esa zona era muy peligrosa, por eso ellos continuaban con su ruta sin dejar o recoger pasajeros. Caminé apresurado girando mi cuerpo a cada instante para ver el flujo vehicular y por consiguiente un aparato de esos que me llevará al estadio, lugar donde cuatro seres humanos esperaban mi presencia y un bocado de comida.

Ya son las ocho de la noche, nos entretenemos con los mensajes que el reloj grande de bombillos pasa constantemente. Llegué caminando, igual como me iré. Ninguno me paró, o decían que ya habían trabajado o giraban la cabeza de un lado al otro negando mis súplicas. La avenida me llevó a una plaza de mercado donde pude reunir unos bananos, nada más. Pedimos agua y así tranquilizamos a ese animal salvaje que cargamos todos en el estómago. Es lo último que recibo de esta ciudad, porque ahora, en mitad de la noche nos iremos a otro infierno menos caliente e iracundo que este. Mi niña mayor me preguntó por los mangos biches y la sal. Yo le respondí mintiéndole, argumentado que no era época de cosecha. La verdad es que me voy y no quiero quedar debiéndole nada a Cali.

Adiós, ciudad de pocos, ciudad que respira odio por sus calles-venas opacas y difusas, ciudad de día y malencarada, ciudad de paso ligero, antro viche con sal, metedero, foco de incrédulos con mascaras. Adiós ladrona callada, ingenua, porque me quitaste quinientos pesos sin decirme que eran el valor de esas cinco noches desnudas y acaloradas. Quedátelos. La ruta no termina en vos...

1 comentario:

@Hernandck dijo...

super sabe lo q escribe, tiene futuro