lunes

Se murió porque estaba vivo


“Estábamos en serios problemas.
Los árboles de la selva no nos
dejaban ver la punta de los
rascacielos”

Alberto Fuguet

Eso fue lo que dijo Juan cuando vio a medio mundo llorando frente el ataúd de su padre. Y continuó, se murió porque nadie le paró bolas a su enfermedad y a los sueños que tenía, nunca nadie le preguntó por esas películas que tenía guardadas, ni por esos libretos ni las columnas de libros viejos y empolvados a lado y lado de su cambuche, porque eso no es una pieza, ni una habitación, eso es un cambuche, pero todos sí preguntaron por los millones que tiene en el banco, eso sí, pero tranquilos que a esas y todas las lágrimas que hay por el suelo no les voy a creer. Déjenme los libros, las películas, los libretos y el virus de esa enfermedad que sinceramente, yo también la padezco, esa fue mi herencia desde los diez años. Me quedo en el cambuche a morir como murió mi padre, olvidado, exiliado por cuentas bancarias e incomodidades familiares.

Miró mal a todos, cerrando sus pupilas con la rabia brusca que lo habitaba. Fue hasta el cambuche, como él lo llamaba, y empezó a fumar. Alicia se enteró por el humo. Le dijo que por favor fumara fuera, que respetara siquiera el velorio de su padre. De qué me servirán esos libretos y películas formato VHS, pensó mientras cruzaba la sala donde estaba el ataúd y toda la familia reunida en medio de gemidos y susurros. Llegó hasta la esquina, tomó asiento en la tienda. Contemplaba la noche, las estrellas, la soledad del cielo, un cielo vacío, sin nubes que amenazaran lluvia. Las motos pasaban a mil. Se venía el olor de la marihuana. El radio sonaba en la tienda. Le llamó la atención el chico que se acercó y compró papas fritas y un vaso de yogurt. Era él mismo, pensó al verlo con las chanclas plásticas rasgadas de jugar fútbol, los bluyines cortados a manera de pantaloneta y la camisa del equipo de fútbol de la ciudad, era él mismo, hasta el número estampado detrás de la camisa amarilla, el veinticinco, el mismo número de su edad, de su madurez. Los recuerdos eran como estar pensando en la casa de la próxima esquina, estaban vivitos, recién hechos.

El cigarrillo se le acabó, como se acabó la alegría de tener a su padre vivo. Impulsó la colilla entre el dedo corazón y el pulgar, la lanzó lejos. Aún continuaba encendida. Afuera de su casa estaban sus tíos y un par de primos engreídos que lo miraban y lo señalaban disimuladamente. De esos primos con mejor condición económica que se creen con más valor y más visión ante la vida, se reían mientras tomaban el café que él mismo había comprado el fin de semana junto con el mercado que su padre le encargó. Y no podía creer que hoy, mejor dicho ahora, estuviera muerto. Pero se murió porque estaba vivo, dijo mientras se puso de pie.

Sus amigos de infancia pasaban y estrechaban sus manos, alzaban las cejas y cruzaban palabras de saludo nada más. Todo el barrio sabía que Juan, hijo único, tenía el verdadero sentido de una vida dedicada, honrosa y fructífera. Su imagen era única, un joven de kilómetros de pensamiento, estudioso sin diplomas, valorado y sin un peso para reemplazar el cigarrillo que había terminado. Pensaba en todos esos veinticinco años al lado de su padre. Sí, se murió, finalmente entendía. Regresó al velorio con las manos entre los bolsillos y la mirada clavada en las baldosas azulcielo que ya no brillaban de tanto lloriqueo. Quiso estar encerrado con el aire y las cosas de Eduardo, su padre. Ojeó los títulos de las películas, los nombres de los libretos, los espejos quebrados y los amarillentos titulares de prensa colgados de la pared en grande cartones. Las cintas estaban muy bien organizadas, una columna era de terror, otra era ciclo japonés, y la más alta, de aproximadamente dos metros, eran películas argentinas. Revisó los titulares en los recortes, pared por pared, metro por metro. Todas eran columnas de opinión que hablaban sobre las ciudades latinoamericanas y sus problemas. La Ciudad es como una cebolla, Ciudad en crisis o Crisis en la ciudad, Dos urbes un país, El futuro Hoy, Pandillas callejeras, Ciudad Joven, Nuevos barrios nuevos ciudadanos, en fin eran innumerables para Juan cuando se topaba con los comentarios escritos a un lado por su padre. Midió la distancia entre él y la cama hasta dejarse caer y recordar que su padre era apasionado por la sociología, por la arquitectura de las grandes ciudades y los problemas de sus habitantes. Leía los libretos y no entendía tanto garabato. Todas las letras parecían entretejidas, unas borradas por el tiempo, otras por la humedad. Los libretos caían en los rincones, en el cesto de basura, debajo de la silla metálica, todos sin poder ser entendidos o traducidos por los recuerdos de Juan.

El aire salía a bocanadas de sus pulmones, todavía, con el ligero aliento a nicotina. Encendió el televisor y como si fuera técnico electricista conectó un juego de cables rojo, azul, verde, negro y amarillo del VHS hasta la parte trasera del televisor. Y empezó a introducir todas las películas en el aparato. Las aceleraba al máximo, la hora y media o las dos horas de cada cinta se convertían en diez y hasta quince minutos. Los personajes saltaban, disparaban y corrían como si fuesen fantásticos, hacían el amor en dos segundos, amanecía entre un abrir y cerrar de ojos, los carros aparecían y desaparecían como por arte de magia. Afuera todos rezaban, las voces se mezclaban entre los largometrajes acelerados y la radio de la tienda.

Juan seguía empeñado en ver todo lo que su padre había visto durante sus 40 años de vida. Lo hacía más por inercia que por llegar a saber todo lo que supo su padre. Intriga, sexo, muerte, impunidad, dolor, agresión, romanticismo, amor, inseguridad, terrorismo, religión, todo se pasaba a la velocidad del sonido, y el sonido venía en paquetes de conversaciones apretadas. Las que veía terminaban con la cinta desenvuelta entre el desorden que crecía cada diez minutos. En ocasiones ni le prestaba atención a las imágenes fugaces, pensaba en blanco, en nada, hasta que perdía la mirada. El mundo seguía ahí, pero Juan iba desapareciendo. De las películas que recordaba guardaba las escenas de muerte, a mujeres y hombres perdiendo en un milisegundo veinte, treinta, cuarenta años de existencia.

Abría los libros y los libretos para borrar del aire ese olor a café hirviendo. Prefería la humedad del papel guardado por años, el de la tinta de los lapiceros hurgando infantilmente sus fosas nasales mientras las pegaba a las páginas. Vio todo, las argentinas, las japonesas y las películas de sexo que guardaba en una caja bajo su cama. Nadie se atrevía a tocar la puerta de madera, ni escuchaba su nombre entre los secreteos, a sus oídos solo llegaban los sonidos de las cosas de su padre, las tablas de la cama, las ratas en el techo, los gatos maullando, el viento colarse entre las tejas de barro, el recalentamiento del televisor y el rebobinado del VHS. Se había instalado en el último mundo de su padre, en lo último que miró y pensó cuando moría. Los trajes, los zapatos brillantes y recién lustrados, las corbatas archivadas y uno que otro disfraz guardado en chuspas plásticas. Los afiches del Che Guevara, las fotografías de sus tíos y sus padres, las suyas y más suyas.

La tranquilidad duro muy poco. Sintió inesperadamente las ganas terribles de llorar, de afirmar que los hombres sí lloran. Su padre no estaba, se había muerto y no estuvo ahí para impedirlo. Los lamentos iban acompañados de golpes, de puños, que le proporcionaba al colchón que sus lágrimas humedecía. Por un momento recordó las crisis mentales y las ganas de hacerse daño de su padre y los hospitales psiquiátricos donde pasaba semanas enteras. Estiró su brazo y acarició esas cicatrices que muestran las muñecas de sus manos. Recordó la vez en que quiso matarlo y matarse a sí mismo, y también el odio que empezó a sentirle por los tratos y la educación que le brindaba la familia de su madre, por el rencor, la rabia que ellos habían sembrando en él luego del incidente. Tal vez por eso murió mi padre, aseguró llorando, porque una parte de mí lo odiaba, lo odia aún, y lo odiará por siempre, esa parte llamada vida, cuerpo.

Con la sábana limpiaba las gotas en su rostro, gemía de rabia, de desespero. Caminaba de lado a lado, pateaba los cassettes enredados, los libretos volaban por el aire, quería arrancarse los cabellos, la piel de su cabeza, sacarse de adentro esa impotencia de querer hacer algo. Descansó echado sobre la silla metálica, pensando, mirando todo con estupor, con desconfianza, con miedo de ultratumba.

El televisor se apagó automáticamente y todo quedó a oscuras, salvo las rendijas de la puerta por donde entraban varios cuadritos de luz que venían desde la sala. Alguien se acercó a la puerta con la intención de entrar, pero desistió, lo notó por las sombras.

En alguna medida sintió que estaba viviendo igual que su padre, con la herencia biológica dentro de su corazón y no dentro de su cerebro. Registró cada lugar, cada rincón, cada cajita de madera en busca de algo nuevo. Sólo encontraba pastillas y fórmulas médicas, papeles y más cassettes que destruía. Revisó todas las pastillas, frasco por frasco. Con lo poco que sabía sobre medicinas se automedicó. Agarró varias pastillas de Benzoato de Mercurio -en la inscripción manual del frasco- y se las llevó a la boca. Pasaron así, suavecitas una por una, muerte por muerte.

Muerte que le dio tiempo de salir, ver la luz, a su padre tras un recuadro de vidrio, al reloj marcar las tres y diez de la madrugada, de salir a la calle y ver a sus primos en la tienda de la esquina tomando cerveza con los vecinos, tiempo para tomarse un café, entrar a su casa y ver de nuevo a su padre y decirle que, uno se muere porque está vivo, nada más. Tiempo para caer, para cerrar los ojos y no sentir que el cuerpo se va a estrellar contra las baldosas azulcielo, y que eso duele como le dolió al padre de Juan cuando cayó de lo alto y murió.

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