jueves

El partido de anoche

Y pensar que la luna se ocultó quizás entre las nubes, quizás entre la distancia de su lejanía. En la cancha, mis compañeros nos jugamos el todo por el miedo. Si, miedo fue lo que nos dio ver la ausencia de la luna, esa luna como juez, como luz en esta cancha tan oscura por sus muertos, por sus ladrones y su pobreza, ah y porque nosotros, a pesar de no haber iluminación eléctrica, nos la ingeniábamos para jugar cada vez que la luna aparecía. Pero esa noche esa luz blanca desapareció y todos decidimos continuar la partida. Ganábamos dos a uno.

Llegó la policía amotinándonos en un rincón y pidiéndonos dizque papeles. Ninguno cargaba nada, todos vivíamos, si mucho, a una cuadra de distancia. Entonces empezaron nuestros vecinos a llamar a nuestros padres, a la familia. Pero nadie salía, y los vecinos que protestaban nos dejaron solos. Uno de los agentes decidió dejarnos en paz, advirtiendo fugazmente que nos fuéramos, que él no quería llevarse la sorpresa de una masacre o algo así. Todos nos miramos, y al hacerlo notamos que la luna había vuelto y nos estaba iluminando, como dando ese pitazo para iniciar de nuevo. La ley se retiró.

Del equipo contrario preguntaron por el marcador, solo yo sabía. Dos a uno, dije. No aceptaron. Decidieron empezar de nuevo. Por entre las calles se iban en bandas de ecos los gemidos y algarabías que hacíamos. Nada se atrevía a rodar por el sector. Sentía miedo porque del equipo contrario sobresalían dos personajes que a su paso dejaban ese olor tan amargo de la marihuana, claro que sobresalían porque estaban dopados y entre el susurro de algunos compañeros de equipo pude darme cuenta que eran dos consagrados delincuentes. Había visto que nadie frenaba su juego, todos se resignaban a pensar en qué sucedería si los derribaban a punta de fuerza. Pero cual fuerza, si todos éramos mera grasa y otros, dos o tres, meros huesos, pura desnutrición y mecato. Yo cometí el error de quitarle el balón con la seguridad de que mi jugada resultaría.

Noté que cayó al suelo y que mis rodillas estaban sangrando, sentía ardor. Cuando se puso de pie vi que su rostro estaba jugado en sangre y que parte de su dermis quedaba amontonada sobre la barbilla. El efecto del vicio borraba todo tipo de dolor, creo que sentía los chorritos de sangre bajar por su cuello. Yo miraba la textura de la cancha y con la suela de mis zapatos podía notar ese asfalto escabroso, arrugado, como desgastado por el agite de los pies ir de un lado al otro controlando el balón.

Encima otro miedo y el silencio de todos, luego sus compañeros lo auxiliaron y lo pusieron al tanto de su desgracia. Ya algunos echaban vistazos poco normales sobre mí, sobre las salidas de la cancha. Pensé en pedir disculpas, pero sentí que el sudor bajaba a cántaros, que las piernas temblarían y que la luna estaba detrás de un juego de nubes espesas y tal vez eternas para mis futuros minutos. Alcance a dar dos pasos al frente y a pensar lo que diría a manera de disculpas. Pero de ellos salió el otro personaje con un arma entre sus manos y disparó. Mi cuerpo estremeció, cayó. Los míos escaparon, mientras ellos discutían si me remataban. Agonizando pude escuchar el pito del vigilante del barrio, acompañado por su radiecito de pilas. El sonido fue yéndose cada vez más hasta perderse. Pensé en la muerte y fue en ese instante cuando me remataron, creo con dos disparos más.

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