sábado

Cartas Caicedianas... 2

Hermano caicediano
no vale la pena suicidarse
ni se le gana a la muerte
y se pierde la oportunidad uno de
vencer la mierda de la vida
este mundo es pa imbeciles o para guerreros
los imbeciles pasan como si nada
luchando con sus enfermedades sus egos
sus sueños culos monetarios us pesadillas y miedos
...los guerreros vencen la pesadilla de estar vivo
andres se suicido por cobarde
aunque con todo respeto lo entiendo porque en esa
epoca de mierda y psicodelia
quien le podia dar un consejo con fundamento
si las mujeres que amaba eran unas tontas como son las mujeres
ellas no le pueden ayudar a uno a salir de una pesadilla
ellas solo son carne y naturaleza animal carnal pa otras cosas
o si no mireles las sonrisitas estupidas que lo llaman a uno es a que se las
coma y no mas... claro que este es un tema complexo y contradictorio
porque asi las amamos, estupidas y vacias las amamamos
claro que no todas son estupidas, pero andres no tubo al rededor de el una dura
las duras son escassas
por eso le toca a uno salir solo
leete a fernando gonzales
tiene unos cuentos donde habla de su toni y sus calzoncitos
pero a la larga es un compelio de pensamientos metafisicos
que te pueden ayudar a superar el suicidio
o la idea de contemplarlo
yo fui un suicida, buscaba en las autopistas de california
estrellarme contra el mundo
todo me sabia agrio
yo me meti 100 hongos pa pasar al otro lado
y fue un viaje donde veian mis ojos a treves de la carne humana
donde las formas se me transformaron y se cambiaron
donde vi a jimmi hendrix lleno de colores
donde cerraba los ojos y seguia viendo el astral
me metieron de todo calmante habido y por haber pa traerme
pero me fui al final mientras pretendia dormir en la cama entre mis opapas
pretendia, porqu escuchaba los grillos todala noche
los qu estaban a 10 cuadras
fue un viaje de sensacion tan enaz y tan sensible que
la capacidad de per cepcion era tan profunda wue no pude
y me fui por el tunel y al final escuche una vos que me decia
estas seguro que queres venir
entonces me hizo sentir a mis dos padres
que trataban de dormir y estaban cruzando la crisis de
verme transopoyado entre las drogas
y que era en el que tenian sueños y aspiraciones puestas
y que yo se las qwuebre todas y me dolio tenaz 100 años despues
cuando vi que quebre sus sueños
claro que pa que se hicieron sueños
uno no se debe hacer ilusiones con los hijos pa nada
son libre y hacen lo que les de la gana
solo puede uno medio aconsejatr
tonce... al ver en ese tunel para atras
y sentir el amor de mis padres por mi
dije que no estaba listo
y desperte al otro dia bien
claro qu ese no fue el unico vez
me intoxique varias otras veces
por meter en exesos
no fue que fuera drogadicto
sino un man que me gustaba experimentar el extremo
por eso quiero hacer cine
porque no se un culo de cine
pero me gusta experimenbtar el extremo de la cratividad
no se pintar un culo
no se escribir ordenado y claro
no se nada
solo se que busco la sabiduria
en el diario vivir
solo doy gracias a Dios por el pan diario y la ropa que tengo puesta
lo de mas que lo quemen
que alimenten el infierno con sus maricadas el mundo
asi que parce
cuando piense en suicido
andres ya se suicido por todos nosotros
sienta esa sensacion
la sensacion del suicido de andres
y senti el valor de saber que el murio
por todos los lcos desadaptados como nosotros
que vivimos dentro el arte
porque somo la creatrividad ovculta del verbo crear
no te metas en ese rio
esas aguas estan empantanados
ya los angelitos empantanados se fueron
ahiora quedan los angeles guerreros por vencer
vence hermano caicediano
leete el lobo estepario de hermannn hesse
ahi le dejo la tarea
la tarea de sobrevivir
la tarea de publicar nuestras cartas en
el blok de getto
para que otros sucidas sepan que andres se sucido por nosotros
los perfdedores de jugar el juego del sistema operacional humano de mierda
chao y sobrevive
chao y agarra tu arma
tu lapiz
tu vos
tu corazon
y salpica de vida
las opacas suelas de la muerte
que se disfrazan de ilusiones humanistas
que saben a muerte lenta
ese si es suicido
meterse a vivir la ilusion de que le ofrece a uno la vida falsa de "ellos"
fuck them!!!

chao

Cartas Caicedianas... 1

Desde la selva de la Sierra Nevada...
te cuent k estoy en el norte dentro la selva de
la sierra nevada, de verdad k cali me daña el caminao
y las ciudades, debo como esconderme de la civilizavcion
es una pesadilla k no me gusta pa nada
pero lo peligroso de eso es k se le salen a uno los
demonios escondidos de las debilidasdes umanas a flote
y se encunetra uno con mil complejos y menos deseos
de irse a codiar con la gente del normal

estoy escribiendo unos tres proectos pa enviar a concursos
pero ya con el ultimo k no gane nada me dio una piedra
no contra mi sino ciontra los putos jurados k escogenuna
chimba de ganadores k me dejan azul
entonces me doy cuenta de mi mediocridad y pues
me kedo en pausa, corto el acelere de mis arrecheras de escritor
poeta, loko y visionario, y me escondo detras de un muro verde
de selva donde no me vea naides jajajajajaja

klaro k estoy loko, decia andres,,, jaj
klaro parce k si pudiera ayudarle, si me hubiera ganado el
otro puto concurso ese, pues te enviaba pal pasaje
y pa k te comieras una puta por el kamino antes de irte a untar
de las porkerias k andres no se untaria por nada
eso alla cuidate de los falsos profetas de la mierda de
los negocios, salpican ilusiones o engañan a los juertos
llevese puesto el blindaje de la adolescencia
fuckio con la juventud, nosea joven carajo
k despuesde joven se vuelve viejo como todos los cerdos
kedese adolescente y diga lo k le de la gana

pero volviendo al billete parce
nada, sino vendo pinturas no sovrevivo
si no sobrevivo en esta manigua, me come
la jungla y si no consigo billeteico pa vivir
menois pa devolverme despues pa cali
tonce
me va a tokar kedarme por aka
y no ns vemos nuica mas

cuando pases por la tumba de andres
le decis k pailas, k los mensajes me llegan de el
pero k los escribo
pero k los jueces sion unos putos kabrones viejos y ansianos
k le venden literatura a editoriales k le roban al creador
tonces no gano nunca ni kulo
k me ayude desde alla a ganarle la carrera a los
putos intelectuales
k los pichen los vampiros pa k no digan nada
k los dejen sin lengua pa k no parlen mas
k se los koman todas las putas de la sexta
k se mueran putos

jajajajaja
bueno parce
lo k puede ver es k me tiene influenciado esta selva
asi k nos pillamos y no se deje llenar dle polvito magico
de las ilusiones k venden los hp

chao se cuida y saludes a andres
a los demas
k los fusilen por regalados

lunes

Ahora K Vivo en mi Tumba

Un gran amigo, artista y guerrero urbano, lector implacable de Andrés Caicedo, pintor y escritor, Urzuz (Fernando Florez) acaba de subir a la web un video sobre Andrés Caicedo, a continuación el link:

Ademas en su Googlepages tambien encontrarán demas trabajos,
O para mas comodidad, a lado derecho encontraran sus trabajos via Youtube.

martes

Mario Mendoza


Recientemente, en uno de los muchos cruces de correos que tengo con mi maestro literario Mario Mendoza (Escritor y ganador del premio Biblioteca Breve con su obra Satanás, obra que fue llevaba al cine), discutimos el problemas de las principales ciudades colombianas, más que todo el tema urbano, esa literatura urbana que siempre se tiñe de literatura negra, sucia, transpolitica, literatura de abordaje social. En un primer round comparamos nuestras dos ciudades; Cali y Bogotá. La primera una sin tanta notoriedad en el mundo de las letras, sin un escritor de renombre que la ubique en el podium de las ciudades convertidas novelas. La segunda, la capital, como el gran monstruo, la pionera, una ciudad de muchos y para muchos, compartimos en últimas. Finalmente para concluir opinamos cruzadamente sobre nuestras ciudades. Esto dijo sobre nuestro Calicalabozo:

“...creo que una corriente subterránea, sórdida, oscura y siniestra la recorre en medio del calor, la rumba y las plantaciones de caña de azúcar. Y esa corriente oscura es cada vez más potente.”

Esa corriente nos va a matar, nos esta acabando y nos convierte día a día en animales de novela negra... Gracias Maestro Mario Mendoza...

jueves

El partido de anoche

Y pensar que la luna se ocultó quizás entre las nubes, quizás entre la distancia de su lejanía. En la cancha, mis compañeros nos jugamos el todo por el miedo. Si, miedo fue lo que nos dio ver la ausencia de la luna, esa luna como juez, como luz en esta cancha tan oscura por sus muertos, por sus ladrones y su pobreza, ah y porque nosotros, a pesar de no haber iluminación eléctrica, nos la ingeniábamos para jugar cada vez que la luna aparecía. Pero esa noche esa luz blanca desapareció y todos decidimos continuar la partida. Ganábamos dos a uno.

Llegó la policía amotinándonos en un rincón y pidiéndonos dizque papeles. Ninguno cargaba nada, todos vivíamos, si mucho, a una cuadra de distancia. Entonces empezaron nuestros vecinos a llamar a nuestros padres, a la familia. Pero nadie salía, y los vecinos que protestaban nos dejaron solos. Uno de los agentes decidió dejarnos en paz, advirtiendo fugazmente que nos fuéramos, que él no quería llevarse la sorpresa de una masacre o algo así. Todos nos miramos, y al hacerlo notamos que la luna había vuelto y nos estaba iluminando, como dando ese pitazo para iniciar de nuevo. La ley se retiró.

Del equipo contrario preguntaron por el marcador, solo yo sabía. Dos a uno, dije. No aceptaron. Decidieron empezar de nuevo. Por entre las calles se iban en bandas de ecos los gemidos y algarabías que hacíamos. Nada se atrevía a rodar por el sector. Sentía miedo porque del equipo contrario sobresalían dos personajes que a su paso dejaban ese olor tan amargo de la marihuana, claro que sobresalían porque estaban dopados y entre el susurro de algunos compañeros de equipo pude darme cuenta que eran dos consagrados delincuentes. Había visto que nadie frenaba su juego, todos se resignaban a pensar en qué sucedería si los derribaban a punta de fuerza. Pero cual fuerza, si todos éramos mera grasa y otros, dos o tres, meros huesos, pura desnutrición y mecato. Yo cometí el error de quitarle el balón con la seguridad de que mi jugada resultaría.

Noté que cayó al suelo y que mis rodillas estaban sangrando, sentía ardor. Cuando se puso de pie vi que su rostro estaba jugado en sangre y que parte de su dermis quedaba amontonada sobre la barbilla. El efecto del vicio borraba todo tipo de dolor, creo que sentía los chorritos de sangre bajar por su cuello. Yo miraba la textura de la cancha y con la suela de mis zapatos podía notar ese asfalto escabroso, arrugado, como desgastado por el agite de los pies ir de un lado al otro controlando el balón.

Encima otro miedo y el silencio de todos, luego sus compañeros lo auxiliaron y lo pusieron al tanto de su desgracia. Ya algunos echaban vistazos poco normales sobre mí, sobre las salidas de la cancha. Pensé en pedir disculpas, pero sentí que el sudor bajaba a cántaros, que las piernas temblarían y que la luna estaba detrás de un juego de nubes espesas y tal vez eternas para mis futuros minutos. Alcance a dar dos pasos al frente y a pensar lo que diría a manera de disculpas. Pero de ellos salió el otro personaje con un arma entre sus manos y disparó. Mi cuerpo estremeció, cayó. Los míos escaparon, mientras ellos discutían si me remataban. Agonizando pude escuchar el pito del vigilante del barrio, acompañado por su radiecito de pilas. El sonido fue yéndose cada vez más hasta perderse. Pensé en la muerte y fue en ese instante cuando me remataron, creo con dos disparos más.

Descarga ya mi último trabajo sobre Andrés Caicedo






miércoles

Proyecto Cine de Oriente

ColectivO AudiovisuaL Cine de Oriente
Entre el Río Cauca y el canal de aguas residuales (o caño del Oriente) nacen las esperanzas obreras de un recuerdo audiovisual para la memoria caleña. Un valiente grito de humildad en medio de calles e historias, de conflictos y víctimas, de solidaridad y lucha, de talentos y triunfos, de jóvenes dispuestos a no dejar morir la historia de su historia, su barrio.

El Colectivo:
El ColectivO AudiovisuaL Cine de Oriente, conformado por artistas y gestores culturales del sector, apoyado por la comunidad, nace desde el punto de vista psicológico. Como vemos en las experiencias adquiridas desde los medios de información, y directamente desde los productos o frutos de esta, algunos caleños con sueños e iniciativas artísticas han llevado sus proyectos a fronteras literarias y audiovisuales que hace algunos años se creían dignamente imposibles de desarrollar en medio de tanta pobreza, de tanto desempleo, de tanta muerte y peligro rondado las comunas de nuestra ciudad, ese miedo estigmatizado por los jóvenes de la subcultura y combatidos desde la fuerza pública y la desconocida, esa que se llevó a la mitad de la población juvenil de nuestra ciudad entre los años 1992-2000, y la cual aún sigue lavando las calles y carreras de nuestra urbe. Ese fue el detonante para la masa, para un pueblo que se canso de vivir unos pocos años para luego morir en cualquier esquina sin más memoria e historia que los artículos y crónicas tipos campos de concentración nazis del Diario el Caleño. La memoria se diluía entre tanta inconformidad. Claro, la historia de nuestra ciudad y más aún de la clase baja de estrato socioeconómico 1 y 2 se puede buscar en las hemerotecas o en los barrios privados donde la carne se convierte en polvo y los huesos quedan al desnudo. Y es allí donde en medio de tanto graffiti hecho con colorete, o con tizas y lápices sin vida dejamos nuestra protesta, allá en las lápidas de nuestros muertos. Nosotros los artistas de la subcultura sentimos no tenemos memoria, no la hemos construido, nuestros intentos, si es que ha habido, han quedado sepultados por el polvo y por la prerrogativa excusa del destino: hay que trabajar para sobrevivir. Pero como resultado, los procesos de culturalización han fracasado porque sus idearios y sus destinarios han caído en la trampa obligada del trabajo remunerativo. Es obvio que debemos ganarnos la vida laborando en cualquier oficio, pero no por ello dejar que un proceso de estética urbana deje en el olvido sudor y lágrimas, objetivos y luchas propuestas por una calidad de vida mejor. Ese es el lamentable recuento de muchos trabajos sociales que han caído y han terminado, sus integrantes han tomado otro camino, el de los oficios, el la jornada laboral y su salario mínimo cada mes.


El Proyecto:
CINE DE ORIENTE es el abrebocas de un gran proyecto audiovisual que se llevará a cabo entre los años 2009 y 2012. Nació luego analizar el poder cinematográfico de nuestra ciudad tanto en la actualidad como en la historia. Sabemos, por experiencia, que el Oriente de Cali alberga una camada interesante de jóvenes dispuestos y sabedores del conocimiento y el gusto por las artes en todas sus expresiones, desde el joven que mueve su cuerpo al compás de la salsa o el hip-hop, hasta las jovencitas afro que con sus manos ásperas y trabajadas entrenzan artísticamente los cabellos de sus femeninas. Partiendo de un detallado estudio con los grupos artísticos y culturales del Oriente caleño, hemos llegado a conocer resultados sorprendentes en cuanto a habilidades y destrezas en los jóvenes que viven su barrio en sus calles, en sus hogares, en sus pocos y maltratados parques y zonas verdes. Por eso hemos creado el Colectivo Audiovisual Cine de Oriente, el cual de la mano de un escritor, un artista plástico, un fotógrafo, una poeta, un gestor cultural, todos inéditos artistas que han labrado las calles y la historia del Oriente, para explotar el pacífico infierno del arte que albergan los niños y jóvenes, pero más que detonar esa gran cima de oportunidades y expectativas lo hacemos para darle un poco de resonancia a nuestros habitantes, a nuestros conciudadanos, a nuestra historia, a nuestros compatriotas, que nunca han creído en el talento de barrio, lo hacemos para gritarle al mundo que éstas camadas anuales de pequeños y esforzados artistas son de barrio, Somos De Barrio. De hoy en adelante convertiremos las calles del Oriente en escenario de historias, en imágenes con valor, borraremos de ella las gotas de sangre que a veces se descubren sobre el pavimento, gotas que hicieron y hacen caminos oscuros y siniestros, pero sabemos que hay un punto en que la sangre la oculta el polvo, será el polvo de la revolución, de la combatividad juvenil que borrará de nuestras calles y parará definitivamente esa historia de zona peligrosa, letal, profanada y de miedo en la que nadie entra, en la que penetran solamente en los comentarios que se filtran por las fronteras de nuestro Petecuy o por las amarillistas crónicas periodísticas de los diarios desinformativos de nuestra ciudad.

Nuestro Primer trabajo es un cortometraje denominado Miedo Ambiente:

Miedo ambiente:
Palabra que designa y envuelve el miedo físico, moral y comunitario que vive en cada uno de los habitantes de una ciudad, una comuna, un sector o un barrio. El miedo ambiente hace parte de la cotidianidad de la vida, de los días, de las noches, de las conversaciones, de las caminatas por las calles, de los hogares de nuestros vecinos, de las canchas de fútbol, de los sitios denominados peligrosos, de esas zonas oscuras plagadas de pobreza, de inoportunidades. Este cortometraje denominado Miedo Ambiente, con ingredientes documentales, hace énfasis en la fascinación y aceptación del horror, de tácticas para afrontar el miedo del pueblo, el miedo suministrado por el comercio, por la oferta y la demanda, por conflictos urbanos, por la política o simplemente por la historia de la vida de un país violento y trasgresor de los derechos del pueblo.
Pronto más información.

lunes

Se murió porque estaba vivo


“Estábamos en serios problemas.
Los árboles de la selva no nos
dejaban ver la punta de los
rascacielos”

Alberto Fuguet

Eso fue lo que dijo Juan cuando vio a medio mundo llorando frente el ataúd de su padre. Y continuó, se murió porque nadie le paró bolas a su enfermedad y a los sueños que tenía, nunca nadie le preguntó por esas películas que tenía guardadas, ni por esos libretos ni las columnas de libros viejos y empolvados a lado y lado de su cambuche, porque eso no es una pieza, ni una habitación, eso es un cambuche, pero todos sí preguntaron por los millones que tiene en el banco, eso sí, pero tranquilos que a esas y todas las lágrimas que hay por el suelo no les voy a creer. Déjenme los libros, las películas, los libretos y el virus de esa enfermedad que sinceramente, yo también la padezco, esa fue mi herencia desde los diez años. Me quedo en el cambuche a morir como murió mi padre, olvidado, exiliado por cuentas bancarias e incomodidades familiares.

Miró mal a todos, cerrando sus pupilas con la rabia brusca que lo habitaba. Fue hasta el cambuche, como él lo llamaba, y empezó a fumar. Alicia se enteró por el humo. Le dijo que por favor fumara fuera, que respetara siquiera el velorio de su padre. De qué me servirán esos libretos y películas formato VHS, pensó mientras cruzaba la sala donde estaba el ataúd y toda la familia reunida en medio de gemidos y susurros. Llegó hasta la esquina, tomó asiento en la tienda. Contemplaba la noche, las estrellas, la soledad del cielo, un cielo vacío, sin nubes que amenazaran lluvia. Las motos pasaban a mil. Se venía el olor de la marihuana. El radio sonaba en la tienda. Le llamó la atención el chico que se acercó y compró papas fritas y un vaso de yogurt. Era él mismo, pensó al verlo con las chanclas plásticas rasgadas de jugar fútbol, los bluyines cortados a manera de pantaloneta y la camisa del equipo de fútbol de la ciudad, era él mismo, hasta el número estampado detrás de la camisa amarilla, el veinticinco, el mismo número de su edad, de su madurez. Los recuerdos eran como estar pensando en la casa de la próxima esquina, estaban vivitos, recién hechos.

El cigarrillo se le acabó, como se acabó la alegría de tener a su padre vivo. Impulsó la colilla entre el dedo corazón y el pulgar, la lanzó lejos. Aún continuaba encendida. Afuera de su casa estaban sus tíos y un par de primos engreídos que lo miraban y lo señalaban disimuladamente. De esos primos con mejor condición económica que se creen con más valor y más visión ante la vida, se reían mientras tomaban el café que él mismo había comprado el fin de semana junto con el mercado que su padre le encargó. Y no podía creer que hoy, mejor dicho ahora, estuviera muerto. Pero se murió porque estaba vivo, dijo mientras se puso de pie.

Sus amigos de infancia pasaban y estrechaban sus manos, alzaban las cejas y cruzaban palabras de saludo nada más. Todo el barrio sabía que Juan, hijo único, tenía el verdadero sentido de una vida dedicada, honrosa y fructífera. Su imagen era única, un joven de kilómetros de pensamiento, estudioso sin diplomas, valorado y sin un peso para reemplazar el cigarrillo que había terminado. Pensaba en todos esos veinticinco años al lado de su padre. Sí, se murió, finalmente entendía. Regresó al velorio con las manos entre los bolsillos y la mirada clavada en las baldosas azulcielo que ya no brillaban de tanto lloriqueo. Quiso estar encerrado con el aire y las cosas de Eduardo, su padre. Ojeó los títulos de las películas, los nombres de los libretos, los espejos quebrados y los amarillentos titulares de prensa colgados de la pared en grande cartones. Las cintas estaban muy bien organizadas, una columna era de terror, otra era ciclo japonés, y la más alta, de aproximadamente dos metros, eran películas argentinas. Revisó los titulares en los recortes, pared por pared, metro por metro. Todas eran columnas de opinión que hablaban sobre las ciudades latinoamericanas y sus problemas. La Ciudad es como una cebolla, Ciudad en crisis o Crisis en la ciudad, Dos urbes un país, El futuro Hoy, Pandillas callejeras, Ciudad Joven, Nuevos barrios nuevos ciudadanos, en fin eran innumerables para Juan cuando se topaba con los comentarios escritos a un lado por su padre. Midió la distancia entre él y la cama hasta dejarse caer y recordar que su padre era apasionado por la sociología, por la arquitectura de las grandes ciudades y los problemas de sus habitantes. Leía los libretos y no entendía tanto garabato. Todas las letras parecían entretejidas, unas borradas por el tiempo, otras por la humedad. Los libretos caían en los rincones, en el cesto de basura, debajo de la silla metálica, todos sin poder ser entendidos o traducidos por los recuerdos de Juan.

El aire salía a bocanadas de sus pulmones, todavía, con el ligero aliento a nicotina. Encendió el televisor y como si fuera técnico electricista conectó un juego de cables rojo, azul, verde, negro y amarillo del VHS hasta la parte trasera del televisor. Y empezó a introducir todas las películas en el aparato. Las aceleraba al máximo, la hora y media o las dos horas de cada cinta se convertían en diez y hasta quince minutos. Los personajes saltaban, disparaban y corrían como si fuesen fantásticos, hacían el amor en dos segundos, amanecía entre un abrir y cerrar de ojos, los carros aparecían y desaparecían como por arte de magia. Afuera todos rezaban, las voces se mezclaban entre los largometrajes acelerados y la radio de la tienda.

Juan seguía empeñado en ver todo lo que su padre había visto durante sus 40 años de vida. Lo hacía más por inercia que por llegar a saber todo lo que supo su padre. Intriga, sexo, muerte, impunidad, dolor, agresión, romanticismo, amor, inseguridad, terrorismo, religión, todo se pasaba a la velocidad del sonido, y el sonido venía en paquetes de conversaciones apretadas. Las que veía terminaban con la cinta desenvuelta entre el desorden que crecía cada diez minutos. En ocasiones ni le prestaba atención a las imágenes fugaces, pensaba en blanco, en nada, hasta que perdía la mirada. El mundo seguía ahí, pero Juan iba desapareciendo. De las películas que recordaba guardaba las escenas de muerte, a mujeres y hombres perdiendo en un milisegundo veinte, treinta, cuarenta años de existencia.

Abría los libros y los libretos para borrar del aire ese olor a café hirviendo. Prefería la humedad del papel guardado por años, el de la tinta de los lapiceros hurgando infantilmente sus fosas nasales mientras las pegaba a las páginas. Vio todo, las argentinas, las japonesas y las películas de sexo que guardaba en una caja bajo su cama. Nadie se atrevía a tocar la puerta de madera, ni escuchaba su nombre entre los secreteos, a sus oídos solo llegaban los sonidos de las cosas de su padre, las tablas de la cama, las ratas en el techo, los gatos maullando, el viento colarse entre las tejas de barro, el recalentamiento del televisor y el rebobinado del VHS. Se había instalado en el último mundo de su padre, en lo último que miró y pensó cuando moría. Los trajes, los zapatos brillantes y recién lustrados, las corbatas archivadas y uno que otro disfraz guardado en chuspas plásticas. Los afiches del Che Guevara, las fotografías de sus tíos y sus padres, las suyas y más suyas.

La tranquilidad duro muy poco. Sintió inesperadamente las ganas terribles de llorar, de afirmar que los hombres sí lloran. Su padre no estaba, se había muerto y no estuvo ahí para impedirlo. Los lamentos iban acompañados de golpes, de puños, que le proporcionaba al colchón que sus lágrimas humedecía. Por un momento recordó las crisis mentales y las ganas de hacerse daño de su padre y los hospitales psiquiátricos donde pasaba semanas enteras. Estiró su brazo y acarició esas cicatrices que muestran las muñecas de sus manos. Recordó la vez en que quiso matarlo y matarse a sí mismo, y también el odio que empezó a sentirle por los tratos y la educación que le brindaba la familia de su madre, por el rencor, la rabia que ellos habían sembrando en él luego del incidente. Tal vez por eso murió mi padre, aseguró llorando, porque una parte de mí lo odiaba, lo odia aún, y lo odiará por siempre, esa parte llamada vida, cuerpo.

Con la sábana limpiaba las gotas en su rostro, gemía de rabia, de desespero. Caminaba de lado a lado, pateaba los cassettes enredados, los libretos volaban por el aire, quería arrancarse los cabellos, la piel de su cabeza, sacarse de adentro esa impotencia de querer hacer algo. Descansó echado sobre la silla metálica, pensando, mirando todo con estupor, con desconfianza, con miedo de ultratumba.

El televisor se apagó automáticamente y todo quedó a oscuras, salvo las rendijas de la puerta por donde entraban varios cuadritos de luz que venían desde la sala. Alguien se acercó a la puerta con la intención de entrar, pero desistió, lo notó por las sombras.

En alguna medida sintió que estaba viviendo igual que su padre, con la herencia biológica dentro de su corazón y no dentro de su cerebro. Registró cada lugar, cada rincón, cada cajita de madera en busca de algo nuevo. Sólo encontraba pastillas y fórmulas médicas, papeles y más cassettes que destruía. Revisó todas las pastillas, frasco por frasco. Con lo poco que sabía sobre medicinas se automedicó. Agarró varias pastillas de Benzoato de Mercurio -en la inscripción manual del frasco- y se las llevó a la boca. Pasaron así, suavecitas una por una, muerte por muerte.

Muerte que le dio tiempo de salir, ver la luz, a su padre tras un recuadro de vidrio, al reloj marcar las tres y diez de la madrugada, de salir a la calle y ver a sus primos en la tienda de la esquina tomando cerveza con los vecinos, tiempo para tomarse un café, entrar a su casa y ver de nuevo a su padre y decirle que, uno se muere porque está vivo, nada más. Tiempo para caer, para cerrar los ojos y no sentir que el cuerpo se va a estrellar contra las baldosas azulcielo, y que eso duele como le dolió al padre de Juan cuando cayó de lo alto y murió.

MUERTE AL BARRIO

“La vida es un hospital
donde la pobreza es un
cáncer”
“Ahora para vos tu barrio es más pequeño”, fue el ultimátum que el destino tatuó con sangre de seis jóvenes durante la madrugada en una de las esquinas de Petuy. Exactamente dos meses atrás, en esa misma esquina, había llegado un peruano con papeletas de bazuco y cigarrillos de marihuana bajo la franquicia CabinaseInternet.com. Miguel, que vivía dos cuadras abajo, empezó a frecuentar el lugar con sus amigos y a mirar excesivamente la hija de aquel extranjero, una chica vestida de fascinación por los perfumes y el maquillaje, que ropa interior no usaba. En las tardes fumaban en el parque. En las noches pagaba dos, tres horas de Internet solo para verla, y aunque sentía interés por ella nunca cruzaba palabras, solo miradas que llegaban al tatuaje en la vejiga cuando mostraba su cintura. El peruano los envició pagándoles con bazuco si le brindaban seguridad en esa esquina donde pasaban la mayoría de tiempo fumando, vigilando que ningún mancito pasará la frontera donde huellas de muerte habían por doquier, también narrándoles historias callejeras de cuando joven en Lima, de tiroteos y del changonazo que le tumbó el brazo derecho de cuando guerrillero aquí en Colombia. Ahora con los días, robaban su propia gente, derramaban su propia sangre. La confianza sobre el peruano produjo la amistad con aquella mujer latina llamada Verónica. Durante una semana salieron y bailaron, vacilaron. Miguel le pasaba la lengua por los dientes, por los labios, la miraba, le hablaba y seguía besándola mientras recordaba palabras de su suegro: nunca la vayas a tocar, ese día te mueres y se mueren tus amigos.

Era domingo, seis de la tarde. Miguel andaba enrumbado con sus amigos hacía tres días y dos noches arriba en el jarillón que detiene al río Cauca, en casa de Adriano. Tomaron alcohol barato, y vendieron todo lo que pudieron para comprar más alcohol y un poco de marihuana, el peruano departió con ellos hasta el amanecer del sábado cuando no aguantó más el olor a vómito, la humedad, el retumbe del amplificador y las imágenes de pobreza que lo rodeaba y salió caminando con las manos en los bolsillos frontera adentro. Todos bajaron a Petuy buscando bazuco pero no había plata y la policía andaba patrullando las calles. En casa del peruano las puertas estaban cerradas, las ventanas no tenían cortinas y el letrero de Cabinaseinternet.com ya no estaba. Como pudo, llevado de dolores de cabeza y los ojos que se estallaban, llamó por celular al peruano y consiguió sacarle las últimas papeletas que tenía. Verónica las llevaría hasta el parque y allí le entregarían el dinero sin falta. No la vayas a tocar, de nuevo el peruano. Pasaron veinte minutos cuando verónica volteó en la esquina acompañada de alguien ajeno a ese territorio, quien al verlos comprendió que la vida es solo una. Verónica se acercó, entrego una bolsa plástica y extendió su mano esperando el dinero, pero Miguel la besó fuertemente sin importar su estado. Forcejearon y ella escupió. Razón tenía mi padre, siempre me fastidió tu saliva, tus labios, tu horrografía en las cartas de amor, tu lengua llena de hambre, tus a-m-i-g-o-s, tus ganas de comerme, tus pelaitos y estas calles, este barrio que más bien parece el infierno, esta pobreza que te duele, mírate, dijo Verónica alejándose lentamente. Miguel sacó su arma y disparo sin parar. Ella cayó instantáneamente mientras en su cuerpo aún penetraban los balazos que Miguel propinaba a medida que una crisis cerebral, a causa del bazuco, lo dominaba. Sus amigos corrieron como nunca, unos caían vencidos, sin fuerzas, entre el polvo y el descontrol del momento, pero todos huyeron.

Miguel escucha a la gente del barrio hacer comentarios, y se entera de que sus seis amigos ya no están, están muertos. Lee de nuevo el ultimátum escrito en la esquina y mira la frontera, las calles, el jarillón, el miedo, los pocos que quedan, sabe que el peruano le está dando muerte al barrio. Extiende sus dedos y en la palma de su mano hay dos cigarrillos, alza su cabeza al cielo y piensa: sólo Dios sabe que yo no era yo en aquel momento.

Sssssssssss...

El asfalto enfrente de sus ojos se había convertido en el terreno donde su mirada quedaba atrapada. No importaba el día, ni el calor de treinta y cuatro grados, ni la brisa caliginosa de aire que alrededor de las seis de la tarde descendía de los cerros tutelares. Su posición fetal y su gorra maltrecha y raída lo estaban convirtiendo en insignia, en símbolo espiritual para los ojos en que quedaba atrapado. Aunque para muchos peatones y andariegos su figura dejada y desértica mostraba una multiplicidad, una dualidad, una mezcla social y a veces mentirosa. Unos lo veían como cualquier indigente o reciclador que estaba próximo al desbarrancadero de la muerte, otros lo asociaban con una persona de alta clase baja, pues su silencio violento y sus palabras atragantadas extendían a su alrededor un hálito de respeto y acatamiento. Su cuerpo ligado al tiempo externo y su mirada anclada en la distancia que unía las calles y la carne, más el paso impertérrito de un mundo apresurado, hacían de los días, en sus horas y segundos, un rito que muy pocos comprendían.

Llegaba en horas de mañana, no sé de dónde, y acomodaba su cuerpo sobre el andén, su espalda la descansaba sobre una columna del veterano edificio sobre la Calle Quinta. Y entonces empezaba, aniquilaba todos sus movimientos quedando yerto ante el transcurrir de corrientes oscuras y siniestras, cuyo torrente convulsionaba en medio de mujeres hermosas, presos condenados a ciclos y ciclos sufribles en sus calicalabozos y chorros y chorros de un sol oro liquido que nunca lo vencía. Yo me instalaba a pocos metros fingiendo esperar el bus, sabiendo en mis adentros que empezaba a entender superficialmente el silencio y la vocación de este anciano, que más tarde sería mi maestro. Él no abría sus venas, ni ponía su carne en el asador, simplemente se encerraba, vetaba sus sentidos y todas esas pulsaciones se precipitaban en su cuerpo, lo estropeaban sin transmitir los agudos segundos del dolor, se había metamorfoseado y ahora era una bola de cristal. El planeta era ignorado, pasaba inadvertido, la realidad dura y cruel, esa realidad gástrica de todos los días al iniciar y al culminar, era otra. Se escindía de Cali y pasaba la frontera entre éste mundo y el suyo, el del pasado, el del recuerdo, las llamadas ruedas de la vida. Vagabundeaba por los empedrados caminos de su memoria marchita alimentándose de sí mismo. Yo no comprendía, él era un objeto más en Cali. El medio día llegó y el hambre no se hizo esperar.

Esperé a que terminara con su dramático e incomprensible acto, pero continuó, la puerta de su corazón aún estaba abierta y drenando a mil por hora su mundo interior. No aguanté y zúacate, caminé hasta la primer cafetería que encontré y comí algo rápido. De vuelta me encontré con la misma imagen, la del sumo religioso en comunicación con Dios, la del maestro oriental convocando sus fantasmas entre la sangre, prestos a luchar contra los vivos, contra esta ciudad y sus condiciones que tanto lo han herido.

Su acto, su ceremonia se extendió a lo largo de tres, cuatro horas, pasmado, con los ojos bien abiertos esperando regresar de ese viaje. No podía quedarme más tiempo ahí, yo tenía que seguir siendo parte de esta realidad, una obligación, un ciclo me esperaba tras la cuatro paredes de mi oficina, de mi vida. Me acerqué y proyectando un aura interrogativa le dije:

- Perdoná Viejo...

Sin desbaratar su posición, sin mover sus labios accidentalmente y sin desacartonarse de su interioridad susurró:

- Sssssssssss...

En esos dos segundos me enseñó a desamarrarme de los apegos y los objetos, aprendí que Cali existe mucho más allá y mucho más acá, más adentro, que a veces las fronteras están dentro de nosotros mismos. Pero él volvía, regresaba, y aquí lo esperaba una noche armada de muerte, de caminos oscuros.

Saliendo del Hospital

“La vida es un hospital donde
la pobreza es un cáncer”

La discusión con su madre hizo que su ira aumentara y con todos los diablos metidos dentro sacara la bicicleta para no escuchar más los lamentos y los llantos con que ella había iniciado el día. Salió azotando la puerta estruendosamente, maldiciendo su vida, su destino. Afuera, entre cada pedalazo lento y siniestro que destruía su memoria no lograba comprender la gran desilusión que hería el corazón de Anabel, su madre. Para él tan sólo eran sorpresas que provenían de disfrutar la juventud cuando más se anhelaba. Y mientras más aceleraba no le cabían en su cabeza tanto las deudas pendientes como sus sueños frustrados, ahora acompañados por la línea desesperante de ser padre a los diecisiete años. Era indudable que pocos gustos y rutinas iban a perdurar, y en la calle se topaba con todos, con los ancianos, los niños, los mismos jóvenes, y también con las mujeres, su punto débil.

Esta vez cambió de costumbre, y en medio de la soledad de sus pensamientos prefirió la compañía del silencio, de la resignación y la timidez a las charlas locas y desaforadas de sus amigos de barrio. No quería escuchar de persecuciones, de rumbas ni espejismos sexuales, tampoco hablar del partido del domingo, ni de la marihuana que ellos compraban clandestinamente todas las noches en la tienda de Miguel. Ahora su vida iba mucho más allá, sentía que realmente era joven, se estaba tragando sus problemas a cada segundo sin contar con su sombra como compañera de viaje en la vida, era él mismo y nadie más en aquel momento.

Se bajó de la bicicleta y miró el parque en toda su extensión. Dejó que la bicicleta se cayera en la tierra deshidratada y pálida sin importarle que sus amigos de delincuencia estuvieran a pocos metros de allí analizando cada uno de sus movimientos, extrañando la camaradería del amigo jovial, pensador y siempre ingenioso con quien algunos, habían vivido y compartido varios meses de estancia y castigo en uno de los calabozos para jóvenes de la ciudad. Diego se acercó a las gradas de cemento que servían de tribuna cuando jugaban los muchachos del barrio, y con su mano derecha rastrilló un fósforo que le dio vida a un grueso cigarrillo de marihuana que fue a parar en sus labios luego de sentarse y mirar al horizonte. Al fondo se podían observar los cerros y una que otra nube amenazando lluvias en la noche. El vicio empezaba a consumirse y el a clavar su cabeza en el aire, con una mirada dislocada, resignada a esconderse en un sitio fijo.

Pensaba en Anabel, en su novia y el embarazo, luego torcía sus ojos para ver a sus amigos conversar y joder entre ellos. No le cabía en la cabeza tanta mezcla de humo, de placer y de miseria. Tomaba la marihuana entre sus dedos y respiraba profundo buscando extasiarse, buscando nublar la zona donde había pasado su memoria las últimas 24 horas. No sabía qué hacer con el dolor moral de las deudas de su madre, no se le ocurría nada, y de nuevo el cigarrillo entre sus labios. Las palabras de Anabel entre sus recuerdos lo hicieron estirar su cuerpo a lo largo de las gradas: “Mijo, cómo vamos a hacer, usted ya con un hijo y yo para morirme sin poder sacarlo del vicio”, y sus diecisiete años respondían: “usted no se va a morir porque ese vicio lo estoy dejando, vamos a ver que ese pela’o nos va a cambiar la vida, nos va a traer alegría que es lo que le falta a esta casa desde que usted madre dejó que la vida luchará por mí, que las calles velarán por ese niño que nunca supe quien fue”, y ella llorando, sufriendo en cada palabra aclaró, “no fui yo, fueron tus amigos, fueron esas viejas que te quitaron la virginidad del mundo, fueron los vicios, esos con los que no he podido y nunca podré, los que te arrastraron a las esquinas y a las cuatro paredes de las cárceles, todas esas que has visitado, y entonces dime porque yo, porque la culpable si nunca quisiste conocer el amor de tu madre, si preferiste abrazar con tus labios un cacho de marihuana que abrazar con tus ganas el cuerpo de tu madre”. La puerta se cerró estruendosamente.
En el fondo de su alma, donde no llegaba la traba, le dolían los problemas y su corazón lloraba de rodillas a Anabel. El efecto del psicotrópico empezaba a notarse en sus ojos embargados ya, por una corriente rojiza, como si estuviera drenando el infierno interior que se había forjado con sus pocos años de vida. Bajó de las gradas y empezó a mirar el cielo de pie, erguido totalmente como queriendo alcanzar las nubes, las cuales creía estaban hechas con el mismo humo de su marihuana, las veía como la consolidación de tantas trabas grabadas en las tardes. Su inconsciente poco a poco lo sacó de la realidad, lo sacó de esta vida rota, agolpada en tan solo diecisiete años.
Esa era su solución ante las discusiones, las dificultades y los embotellamientos de cada día. Sufría demasiado como para merecerse una catarsis de este tipo, anhelaba tanto dejar de sentir ese miedo de vivir, de estar aquí, que la vida se le convirtió en un hospital del que la marihuana lo sacaba a pasear.
Se mantuvo de pie todo el tiempo hasta que el cigarrillo dejó de existir. Ahora permanecía anonadado, hecho una figura de cristal por la que no pasaba nada de dolores ni pensamientos que le mancharan esa visión tan perfecta del infierno. Y entre su traba veía a Anabel sonriendo de la mano de un niño que tenía sus mismos rasgos cuando chico, veía a su novia abortando, pero a la vez en un hospital dando a luz, y ella sonriente mientras los tres, disfrutaban el momento más maravilloso de la vida. Y entre esas imágenes estaba él mismo; Diego recorriendo las cuadras de su barrio recordando la libertad y olvidando los barrotes de una prisión, Diego abrazando como nunca a su madre, Diego en ese mismo parque anotando los goles que siempre quiso hacer pero que sus pulmones no lo dejaban, Diego como espectador de su propia vida, como hincha de sí mismo. Permaneció así a lo largo de cinco minutos mientras la traba iba desapareciendo, pensaba fuera de la vida, y ahora entendía por qué el vicio de la marihuana, por fin tenía un sentido que nunca nadie lo descubriría. Solo él estaba en esas condiciones, solo él sabía a lo que se enfrentaba cada vez que se disfrazaba de drogo, de marihuanero, como lo llamaban las amigas de Anabel y las viejas chismosas que vivían pendientes de su vida y la de su madre.

El sol le dio de frente en su cara, sintió como nunca los treinta y pico de grados de la tarde calentando en su rostro, entonces supo que estaba de vuelta, que su bicicleta ya no estaba enterrada en la tierra, que tampoco sus amigos estaban y que a pocos metros su novia armaba el discurso más grande la tierra. Bajó de las gradas y lo primero que hizo fue estar lo más lejos de su novia para que no sintiera el intenso olor a marihuana, pero el aire lo decía todo. Ella dio media vuelta y se marchó con una tristeza que le decía, has cometido el peor error de tu vida. Pero a Diego no le importó. Salió en busca de su bicicleta y de sus amigos que seguro le habían hecho alguna broma.

Tomó por la calle de Alberto donde sabía estarían reunidos. Cruzó a la derecha y bajó un par de cuadras más hasta llegar a una de las cuatro esquinas donde estaba su bicicleta soportando el peso del gordo Jorge. Estiró su mano derecha y saludó a todos, a Jorge le dio una palmada en su espalda y le dijo: “entonces muy gracioso gordo...”. Todos se burlaron de él y le indicaron que sería mejor no se trabara tanto porque en cualquier momento podrían matarlo. Diego los miraba en silencio hasta que bajó a Jorge de su bicicleta y alejándose les explicó, “no es eso, son los problemas, los problemas son los que me van a matar”.
Se fue pedaleando suavemente, hasta la casa de su novia, pero no estaba allí, entonces decidió volver donde sus amigos y dejar que todo fluyera. Allí todos miraban las mujeres con lascivia, fuera quien fuera, fueran los años que fueran. Diego llegó, acomodó la bicicleta en la calle y puso su espalda sobre la pared de aquella casa abandonada, que servía como metedero de ladrones y perros callejeros.

Desde ese momento reino el silencio, todos se cruzaban miradas y no entendían lo que le pasaba a Diego, algunos se imaginaban que su novia lo había dejado o que estaba triste por la derrota del Cali en el clásico del domingo, pero nadie atinaba, nadie comprendía la magnitud de sus dolores. Pasaron diez minutos, solo se atrevían a fantasear con las voluptuosidades de las peladas del barrio que caminaban por allí y a cantar al son de la música que sonaba fuerte en una de las casas vecinas. Diego apoyó la cabeza sobre la palma de su mano y sintió la necesidad de abrazar a Anabel y decirle Te Amo a su novia, fue una necesidad imperiosa que lo obligó a dejar su mente en blanco, dispuesta solamente a escuchar los ruidos que venían de la calle. Segundos después, una voz casi infantil gritó: “qué le pasa a este man”. Diego levantó la cabeza y era Fernando, el gerente del grupo, el capo, el maestro, el dueño de la narcojuventud. Diego esbozó una sonrisa fingida en su boca y estrecho la mano de Fernando mientras le respondía: “fresco parce, tengo sueño no más”. Pero Fercho no se tragó esas palabras y lo llamó, Diego se acercó a su silla de ruedas y lo escuchó: “yo también estoy lleno de problemas y más oscuros que los tuyos, a mi me están buscando para matarme por todo lo que he hecho, tengo dos hijos con viejas diferentes y todas dos me están escurriendo lo poco que tengo, vivo en una silla de ruedas sin poder escapar, nunca he sentido amor por nadie porque nadie lo ha sentido por mi, tal vez el único consuelo es mi cucha y la casa que le construí en otra ciudad para que no sufriera por mi destino, tal vez eso y esto”, finalizó sacando una bolsita de papel de entre sus piernas. “Esta es mi salida a todo esto, a este hospital en que siempre se convierte la vida cuando uno más la vive”, aseguró Fercho dándole uno de esos cigarrillos a cada uno de sus amigos, en especial a Diego, se lo entregó en las palmas de sus manos y las cerró fuerte como imprimiéndole fuerza a sus ganas, a su afán. Diego volvió su espalda a la pared y Juan le acercó candela a su vicio. Empezó a fumar feliz, convencido de que la vida si era un hospital, de que podía salir de él cuando quisiera.

Todos se veían degenerados, la juventud en aquel sitio había llegado a un punto crítico, era lo que permitía la miseria y los errores. Diego se fue yendo a su éxtasis en silencio, entre el olor agrio que desagradaba a los vecinos de aquella esquina, que empezaban a salir a las puertas de las casas buscando el foco de aquel olor.

Diego no reconocía a nadie, se veía rodeado de personas extrañas que no interactuaban, no existían, corrían y corrían dentro de sí mismos. En la calle veía pasar a Anabel y a su novia, pero no eran seres reales, eran ilusiones que se forjaban en su memoria. Pero notó que alguien descendió de una moto y tomo parte de la reunión, alguien que se le acercó y junto a sus amigos de vicio empezaron a cantar algo que les decía Rubén Blades en uno de sus temas que sonaba en la casa de un pirobo que parado en la puerta los miraba como si fuera juez de la vida, y Rubén Blades cantaba: “Saliendo del Hospital, luego de ver a mi mamá...”

La Ruta

Vine de un infierno para meterme en otro, pero no solamente yo, somos cinco: mi mujer y mis tres hijos. Ellos duermen improvisadamente cerca del estadio, allá en ese parque donde junto a muchos somos simples gamines o indigentes, hasta ladrones y mentirosos, pero no lo que somos, desplazados, víctimas y atormentados por un fantasma que hace de las ciudades verdaderos vertederos de carne, de imposibilidades. Van cuatro días, que parecen cuatro décadas con el bochorno en medio de la sangre. Las calles de esta ciudad parecen pasarelas de miseria por las que desfilan frustraciones humanas, las mismas que hoy me tienen deambulando de semáforo en semáforo, de pasarela en pasarela, buscándole una salida a este espiral de miseria en el que me sumergió la violencia. Lo único que está a mi alcance, para sobrevivir, es treparme por las registradoras de los buses y contar mi realidad, ese curso de mi vida sin dirección que cada día nos conduce a la muerte segura. Ahí viene uno, todos aquí pelean por subirse, pero el chofer nos ignora envolviéndonos en ese humo degenerado que respiramos a bocanadas. Ahora se vinieron en manada, pero la ruta del bus rojo me intenta decir algo, es mi primera vez. Se detiene, bajan unos pasajeros, aprovecho y miro al conductor con naturalidad, explicándole el por qué de mi presencia. No mentí como me aconsejaron. Hubo un silencio terrible y una mirada atascada en el aire de parte de él. Subí los dos escalones interpretando su mutismo como una afirmación. Aceleró y me dijo Hacéle, subíte. Agarré fuertemente con mis manos la registradora y salté, me tiré al charco, donde frente a mí una recua de miradas desencantadas y adormiladas oprimían mi insulsa existencia, que lucía como recién llegada del peor hueco. Las palabras se quedaron en mi cerebro, ni siquiera fueron capaces de esconderse tras los labios. Pero poco a poco la rabia me subió a la cabeza, con la misma dosis que aquel hombre al volante aceleraba la marcha. Entonces empecé tratando inútilmente de sonreír:
- Que pena con ustedes, disculpen las incomodidades, pero soy desplazado, vengo con mi mujer y mis tres hijos de El Infiernito, Nariño...
Apenas dije eso, tuve que separar mi pensamiento de mi habla para escuchar todos los voceos. Un par de señoras, adentradas en años y en carnes, me señalaban diciendo que no era desplazado, que era uno más de los mentirosos que se suben a diario a los buses para suplantar una identidad, un rotulo que es pura mierda, pura basura. Quise entonces acoplar de nuevo pensamiento y palabras y decir:
- Estas ojeras, que ustedes ven señoras y que dicen ser de consumir drogas, son de noches enteras sin poder dormir, noches sin fortuna atormentado por escuchar a mis hijos pidiendo comida, sintiendo derrumbes en su estómago; estas venas que dejan ver el enmarañado circuito de mi sangre quieren romper mi piel y mostrar el vacío que llevan dentro, esa soledad que nos arruina internamente. Mi delgadez extrema tampoco es de las drogas, el mugre que me habita no quiere decir que soy gamín, ni limosnero de profesión, mi ropa raída e indecente no debe mostrarme como reciclador, pero la dureza de estos callos y la verdad de estas cicatrices muestran que fui, soy y seguiré siendo campesino.
- Serán de coger coca... – rumoreó un joven en medio del maldito calor del sol que pegaba en su rostro-.
- No joven, no son de sembrar coca, ni ningún cultivo ilícito, son manos cuyas rugosidades y asperezas están marcadas por el plátano, café, yuca, naranjas, en fin, untadas y baboseadas de tierra...
Continué invadido por ganas de bajarme y buscar otra salida, pero al final casi todos colaboraron, menos ese joven incrédulo que permanecía yerto y pasmado mientras observaba los calzones de una joven bella que se disponía a tocar el timbre. Agradecí el apoyo y bajé junto con la muchacha en medio del piropeo del joven. No sabía dónde estaba, sólo escuchaba un silencio y veía un confuso desorden de calles solitarias y refulgentes. Caminé con rumbo al sol mientras contaba las monedas que había recolectado, eran pocas, pero en total sumaban unos dos mil pesos. Las guardé en el bolsillo izquierdo del pantalón, pero todas cayeron al suelo, estaba roto. Cuando las recogí eran menos, ahora sumaban mil quinientos, no sé en que hueco caería. Las metí en el otro, seguí andando hasta donde encontrara un bus. Llegué a un parque y me detuve frente a un palo de mango. Sus frutos se veían sabrosos, me recordaban las palabras de mi hija mayor cuando nos preguntó a dónde iríamos. Yo le respondí que a Cali, y ella, sonriendo y saltando dijo:
- Pero me prometes que me darás mango biche con sal, ¿sí papá?
- Claro mi amor, vamos todos a comer mago biche con sal... –dije sabiendo que vendríamos sólo a respirar un aire contaminado, a vivir en medio del calor y el hambre-.
Me subí al árbol y arranqué tres mangos verdes verdes. Al bajar sentí un olor agrio y molesto. Sabía que era marihuana, pero no quien la estaba consumiendo, ni de donde venía su olor. Fue en ese instante cuando sentí pavor, desconfianza por esta ciudad, que muchos habían asegurado era cuna de malandros y narcos. Los latidos de mi corazón me comunicaban algo, premeditaban un suceso. Cambié la velocidad de mi marcha ahondando en aquel barrio solitario y muerto, sumergiéndome en esa maraña de tejas y cemento cada vez más pequeñas y apiñadas. De repente, cinco jóvenes me sorprendieron por detrás y me quitaron todo, hasta los mangos. Estaba muy asustado, con ganas de gritar y quitarme la vida por odiosa que era. Los miré con rabia y desespero a medida que ellos me apuntaban con sus armas y me decían, largáte pa’ la mierda viejo marica. Entonces corrí como nunca, empujado por el afán de mi propia sombra, como si un puñado de fantasmas muertos anduvieran a mi espalda. Llegué a una avenida con varios carriles, transitaban carros, motos, ciclas, carretillas, hasta la vía del tren pasaba a pocos metros. No lo quería hacer, pero era mi obligación treparme a un bus, contar con cobardía mi vida atascada, mi fracaso como ser humano. Tuve que esperar por lo menos dos horas, ningún conductor permitía trabajar, ni siquiera se detenían. Uno de ellos me aseguró que esa zona era muy peligrosa, por eso ellos continuaban con su ruta sin dejar o recoger pasajeros. Caminé apresurado girando mi cuerpo a cada instante para ver el flujo vehicular y por consiguiente un aparato de esos que me llevará al estadio, lugar donde cuatro seres humanos esperaban mi presencia y un bocado de comida.

Ya son las ocho de la noche, nos entretenemos con los mensajes que el reloj grande de bombillos pasa constantemente. Llegué caminando, igual como me iré. Ninguno me paró, o decían que ya habían trabajado o giraban la cabeza de un lado al otro negando mis súplicas. La avenida me llevó a una plaza de mercado donde pude reunir unos bananos, nada más. Pedimos agua y así tranquilizamos a ese animal salvaje que cargamos todos en el estómago. Es lo último que recibo de esta ciudad, porque ahora, en mitad de la noche nos iremos a otro infierno menos caliente e iracundo que este. Mi niña mayor me preguntó por los mangos biches y la sal. Yo le respondí mintiéndole, argumentado que no era época de cosecha. La verdad es que me voy y no quiero quedar debiéndole nada a Cali.

Adiós, ciudad de pocos, ciudad que respira odio por sus calles-venas opacas y difusas, ciudad de día y malencarada, ciudad de paso ligero, antro viche con sal, metedero, foco de incrédulos con mascaras. Adiós ladrona callada, ingenua, porque me quitaste quinientos pesos sin decirme que eran el valor de esas cinco noches desnudas y acaloradas. Quedátelos. La ruta no termina en vos...

LA CRUZ

“Me voy a volver una sombra
de melancolía y de allí al
tango no hay sino un paso”
Andrés Caicedo


Un daño eléctrico nos había dejado sin luz aquella noche. Pero era costumbre que el barrio quedara a oscuras para cometer delitos, para ajustar cuentas, más exactamente muertes pendientes. Caminaba con Ismael, me comentaba con ese acento paisa lo que le sucedió al salir con Carolina, esa caleña que lo enamoró, pero nosotros que nos bajamos del andén cuando me dice él que ella apagó su corazón, y preciso la calle quedó a oscuras y los niños corrían o gritaban buscando las puertas de sus casas. Ismael quedó pasmado, pese a la luz de la luna no alcancé a notar su soledad o escuchar sus comentarios que nunca faltaban, mientras continuaba avanzando. Regresé a él, estaba cagado, nunca supo qué era negro más negro en mitad de la calle hasta ese momento. Vamos, devolvámonos, me dijo. Yo acepté, porque él no conocía el barrio, ni las calles, ni el miedo nocturno, ni la violencia, ni el ruido de la oscuridad, ni el engaño de la luna. Entramos a su casa, encendió una vela y la historia de Carolina continuó rodando. Una mujer joven, atractiva, voluptuosa, caleña y muy coqueta con los verdes agentes que se paseaban por el barrio cuatro veces al día exactamente a la misma hora siempre. Me contó de sus besos en esa oscuridad, la emoción que le despertaba al tenerla cuerpo a cuerpo en el único parque de la comuna, que estaba enamorado pero no encantado y que le pesaba como una cruz el haberla dejado por su capacidad de amistar con todos los hombres que cruzaran una mirada al pasar frente a ella. Entonces recordé la vez aquella cuando puso esa chocolatina en mis labios con una enorme sensualidad y una engañosa provocación, pero no caí. Ismael no podía con la nostalgia y la tristeza, aseguraba que no era hombre para Carolina, que quizás a ella le llegaría ese narco que la haría mujer, ese su macho, su verde agente. Me ocultaba algo, a media luz podía saberlo, el amor de un hombre no se convertía en miedo de la noche a la mañana. Habían largos silencios, como esperando ruidos. De repente interrumpía mis consejos y mantenía exageradamente pendiente que el viento frío que se colaba por las ventanas de ese segundo piso no se llevará esa llama alegre y naranja. Maldecía esos patrulleros que sólo querían sus vísceras firmes y al final vagabundas. Faltaba algo, su decisión.
Tenía que volver a casa para acostar a mi bebé. Ismael decidió acompañarme y desgraciadamente pocos segundos después la policía nos detuvo como pudieron para pedirnos los documentos y requisarnos con rabia. En ese momento recordé la muerte de Carlos en es mismo lugar donde Ismael quedó paralizado. Fue a mitad de calle, una calle que ha visto nacer pocos pero morir muchos, calle caliente al fin y al cabo. Con Ismael tomaron más de diez minutos llamando a centrales de riesgo. Más delincuente era yo. Le entregaron sus documentos y seguimos a casa. Giramos en la esquina y frente a nosotros empezaba calle caliente. Ahora el cagado era yo, mis piernas se negaban a cruzar esos metros de pasado y olvido. Pero tomé el doble de fuerzas y alcancé el ritmo de Ismael. Un foco de luz nos iluminó por detrás, subí al andén y encandelillé mis ojos tratando de desnudar ese amarillo brilloso. Se vino a toda velocidad hasta el punto donde estaba Ismael, allí quedamos a oscuras y el rafagazo lo dejó tendiendo sobre el pavimento. La moto tomó el camino más seguro, la oscuridad. Ismael estaba muerto, aunque no lo veía, ni lo escuchaba. A los dos minutos la energía regresó y la sangre fue manchando cada poro de esa calle cuya historia era más grande. Desde aquella noche me siento en la esquina a mirar a Carolina y los roces del verde militar con el dorado sensual, sus carcajadas, su frescura, su capacidad de olvidar, su vida con asesinos y narcos escondidos. Es joven y posiblemente se estrelle con la vida de frente en pocos años. Ni siquiera recuerda a Ismael, no tiene motivos, no tiene herramientas, ni pistas que la detengan en medio de calle caliente. Tendré que dejarle el peso de Ismael. Tantos amigos en esta puta calle. Sí, ahí están me dicen, pero se fueron, lo sé, era demasiado el peso… Carolina pasa y queda asombrada, se arrodilla, llora, y roza la cruz que hay clavada en medio de la calle.

34 PUÑALADAS


“Creo que una corriente subterránea, sórdida,
oscura y siniestra la recorre en medio del calor,
la rumba y las plantaciones de caña de azúcar.
Y esa corriente oscura es cada vez más potente”
Mario Mendoza

El guardia pasa cada hora mirándolo todo. Ayer me pilló con los pantalones abajo. se burló de mí, pero le dije que él también era hombre. Tengo hambre, Angelica viene el domingo, me traerá los pandebonos y una carta de mi amigo Ronald. Hace once años cuando caminaba por la ciudad, me encontré casi muerto en la puerta de un teatro a Gustavo Santana, una maldición que me tiene encerrado en esta celda. Tenía entre sus manos y sobre su vientre un 38 largo ensangrentado, recién disparado. Que lo ayudara a matarse, fue lo único y lo último que me dijo. El balazo le entró por la frente y salió detrás, muy cerca de la nuca. Lo hice porque no había otra salida, quería morir. La policía llegó y yo con el 38 en las manos. Muchos testigos indicaron que yo era el asesino, que el arma era mía, casi me linchan. Mucho tiempo después supe que aquel joven había intentado suicidarse y había fracasado, que era un arquitecto sin familia, obsesionado por el centro de Cali y con la ilusión de construir un complejo cultural llamado ciudad solar, pero él no quería vivir más, fue mi argumento el día del juicio. Me condenaron a veinte años en esta cárcel, veinte años a punta de lentejas, de locura, de visitas espontáneas y putas del Estado buscando extorsiones o contactos guerrilleros. Perdí mi vida y las caminatas por el oriente, consideré la opción de cambiar, de no ser yo, pero en esta academia del delito he aprendido a salir a la calle y estar preparado para matar. Los sábados me dan el permiso para recorrer todos los pasillos de la penitenciaria, pues se convirtió en mi pequeña ciudad, en mi pequeño mundo, que más bien parece un infierno. Los domingos jugamos fútbol, tomamos avena y le doy unas vueltas a la cancha. Afuera todo esta cambiando nos dicen las imágenes amarillistas de la prensa, acá cada vez somos más y en las estadísticas somos menos. Un martes trece el guardia me avisó de una visita (no conyugal), me sorprendí, tomé la gorra y la ajuste a mi cabeza. Salí al patio y un joven con pulseras artesanales en las manos se acercó y pregunto que si yo era el asesino del suicida. No respondí. Callé y él se presentó como Gustavo estudiante de un centro cultural del que olvidé el nombre. Me preguntó si sabía algo de mi víctima, sus últimas palabras y porque lo había ayudado a morir. Desde aquel día algo presta guardia en mi cabeza, ahora convulsiono cada vez que escucho mi nombre en boca de otra persona, las tres últimas visitas de Angelica han terminado en golpes y forcejeos. La locura me esta ganado terreno. Me estoy volviendo viejo sin poder vivir mi vida. Para quién trabajo aquí encerrado, para el Dios espectador que no se cansa de mirar y mirar cómo el mundo se acaba. Ya no puedo hacer el amor, la droga me brinda esa felicidad. Aquí muchos no han aguantado y se han ido, pero mi alma no lo permite, me he clavado este puñal treinta veces, y treinta veces me han sacado de urgencia a conocer los hospitales y las enfermeras. Pasan unos días y tarde o temprano llegará Angelica. La cal barata de estas cuatro paredes se está cayendo de la humedad y el calor a treinta y cuatro grados por segundo. El guardia viene conversando con Angelica, ella entra y el sapo se burla de mí y me dice: disfrutála, que solo es por hoy. Angelica me besa fuertemente y muerde mis labios con todas las ganas, la boca le sabe a chicle, el cuerpo a sudor. Entonces entiendo que quiere hacer el amor pero yo no puedo. Me alejo de ella pero es fuerte, de temperamento, atlética, musculosa y a la final provocativa. Recuerdo lo que le dije al guardia, y si, yo soy hombre mi cuerpo lo necesita. Ella empieza a gritar mi nombre sin necesidad y mis huesos cobran vida, se llenan de vitalidad hasta colapsar y apretarla tan fuerte que detiene sus movimientos y comprende mi convulsión. No puede escapar, me escupe, muerde mis manos y no siento el dolor. Pide auxilio, pero a pocos metros mira el puñal y se empeña en alcanzarlo, es su única salida. Ahora un dolor punzante inmoviliza mi estomago, de nuevo se repite, luego en el cuello y siento que me estoy muriendo pero los segundos se dilatan con el calor. Ayudáme a morir alcanzó a decir mientras coloco mis manos en el pecho y el cuello. Siento el puñal entrar y salir del corazón, y entiendo que el sufrimiento ha terminado, que el guardia llegó y Angelica con el puñal en las manos.

Vive rápido, baila

“La vida importa lo
que dura el instante”

León de Greiff



La media noche. Las doce. Las calles solas como el mundo. El tiempo sin treguas y este cabello que tanto me estorba. Tanto frío y sin amor, como vivir para vivir. Los perros en la calle dicen que no estamos solos. Miedo a estas horas, tan solas, tan llenas de ruidos, tan llenas de cosas inexplicables. Hace falta el sol y sus diez nubes de sur a norte. Octavio me dejó. No hay nadie cerca, todos bailan, rumbean y al final son otros. Siento la soledad porque todos se fueron de rumba y me dejaron olvidada como un adulto en su rancho de seguridad, como los que se duermen a las ocho, nueve, pensando que el día terminó. No saben de lo que se pierden, de lo que me estoy perdiendo por quedarme en el baño retocándome tanta belleza, tanto maquillaje. Los días no terminan, los días son paquetes de horas cuando amanece a merced de un bombillo. Cuántas fiestas me habré perdido, la semana pasada por presentar exámenes en la Universidad, por estar en ese concierto, por ir a desear lo que no puedo comprar, por haberme estrellado con la policía, con los hombres, por estar metida en el taller reparando la moto. Claro la moto.

El mismo hueco de siempre, la misma avenida, igual la autopista. Las putas y los travestís por acá. El comercio, los cines y los rojos semáforos. Las nombres de las calles que pasan y se olvidan. Las puertas cerradas y tanta gente afuera. Olvidáte neuronita femenina, harta estoy de las verbenas y las fiestas familiares, de los bingos y los partidos de fútbol, quiero algo nuevo, retos adultos, experiencias duraderas, fugaces eternos y jóvenes viejitos. Nunca había volado tanto por acá a estas horas. Los carros que me dejan, el humo que queda. Cerquita vive Manuel, detrás del hotel gigantón que parece caerse. Estrellas, estrellas y estrellas, pero las negras, porque las otras se las tragó ese sol frenético con su medio día desalentador. Ahora la oscuridad, la búsqueda de un lugar, de un amanecer sin pájaros, ni ollas soplando, ni sartenes fritando, ni madres alegando. Vienen las curvas, las señales, ese viento rico que nace de mi cuerpo. Y nuevamente esos huecos que dañarán mi moto.

Las ambulancias, los heridos y tantos accidentes, como las palabras de mi madre cada vez que salgo en estas dos llantas. Los tomaderos, los grilles, las tabernas, mil cervezas, diez disparos y un muerto. En el barrio siempre el destino, la mala jugada y los hombres con mujeres en cada esquina, en cada cerveza que mean y vuelven a tomar. Voy a cien y el semáforo que siempre respeto hoy esta en verde, tristeza amigo, qué pena. La música, los sonidos y el zapateo en las discotecas, las barras y las viejotecas, los gemidos, los golpes y atracos en moteles mecánicos y llenos de grasa, hierros y borrachos. Zona de tolerancia. El sur, los apartamentos, las calles sin polvo, bonitas, sin escudos y sin prósperas navidades. Pero el mismo humo, la misma naturaleza. Las grandes casas y mis sueños todavía allí, enganchados esperando de los timbres y el dinero. A mi derecha la Universidad oscura, siniestra por sus habitantes noctámbulos y sus explosiones controladas, los graffitis, esa lucha, tal vez esa guerra de sangre. El gran comercio, el lujo soñador, las tardes pegadas a la moda entre vidrios, maniquíes y espejos redundantes de colores y chispitas.

Por fin el sol. No, el calor, la euforia, el sudor manchando secretamente nuestro cuerpo. Toda una ciudad dentro, a punto de salir, de moverse, de bailar. El grandulón y muchos queriendo matarlo a punta de balazos y tirarlo al río cicatrizado y mestizo, a esa vorágine de mugre, heces y peces de otro mundo. Los pendones, los nombres con sabor a caña, las luces mareadas, estáticas y subliminales. Las puertas abiertas y el mar adentro copulando con el calor de una salsa. Las puertas cerradas y el miedo nervioso a ver las estrellas y la luna pintadas en avisos acompasados. Buenas noches. La pista y una orquesta llevando al reto, una multitud como el mundo soñando gozar. El labial ya no será rojo, ni los tacones de diez centímetros, tampoco mis piernas ni su color acaramelado en pasión con el escote, no. Serán cinco minutos por el aire, por la izquierda y la derecha, trescientos segundos de una orgía musical y dinámica, de deseo masculino y de envidia femenina, de aplausos y popularidad. Mujeres de viernes, de sábado por la noche, que piensan en la rumba como moteles extremos y experiencias pasajeras, mujeres que dejan de serlo cuando paren una descarga o abortan un final, mujeres que no aplauden porque sus manos andan buscando su cabeza que han perdido entre botellas y polvos. Hombres, hombrecitos, jóvenes viejitos con sonrisas y diez mil pesos entre los bolsillos, con zapatos de charol.

Y la orquesta suena, retumba, hace rumba, bate la sangre, llama a la pista. El hombre estrecha mis manos, suda, me desea, pero yo giro y giro, salsero, uno dos, tres cuatro, descarga. Me levanta, el público estremece, aplaude, pide más, sabe que hay más. Apenas caigo, viví en el aire. Mi cuerpo parece temblar, aunque cada parte de él danza, se equilibra, coordina y sonríe. Es espectacular, lo sueño diariamente y cada día lo hago realidad. Gracias Dios, gracias música, mezcla divina. Tres minutos y medio, cuatro minutos, cinco.

Silencio voy a caer, a decir adiós y repetir otra vez. Ufffff, maravilloso. Para la foto, para volverlo a bailar con más calor en las venas. Allá, cerca de los músicos, de los instrumentos y del baño. Tienes talento, te mueves así por ser negro, por sonreír cuando la música no para de sonar. Pedí el trago que ya vengo. Tantas bocas tantas lenguas, tan pocas palabras, tanta ley a punto de sacarnos. Hace y hará calor. Los espejos y uno que otro paso tarareado. El maquillaje corrido, la belleza chueca y el baño atestado de damas, señoritas y vírgenes. Otra vez la pista, el licor y una nueva amistad, un nuevo engaño si caigo. Las dos, diosa. Los compromisos, el trabajo. Un placer y este día que tendrá su historia, su comienzo y su final, dentro de su propio tiempo. Escoge otra chica. Más licor, menos cabeza, hasta luego el tiempo y bienvenido otro cuerpo, otro vigor. Qué día es hoy, acordáte. A ella no le importó, porque el rumbero crea un viernecito dentro del viernes para vivir siempre ahí, enrumbado, amanecido.