lunes

Petecuy

La mirada de un joven escritor sobre su barrio, parte I

“Si vives en un barrio como éste,
no puedes escribir lentamente. Aquí
todo se deshace en las manos. Nada
perdura. Y tienes que salir a buscar
más. Así todos los días”

Pedro Juan Gutiérr
ez
Animal Tropical


El calor deja pocas opciones para seguir trabajando en casa, el techo hierve y no quedan más opciones que parar de escribir e ir barrio adentro y reflexionar un poco. Cierro la puerta y camino hacia el norte. Al final de la calle puedo ver la cancha de fútbol y varios niños jugando sobre el polvo, sobre los árboles. Unos ríen, otros sacan fuerzas de donde no hay y vencen al rival, en demostraciones perfectas de cómo jugar al fútbol. Llevo las manos en los bolsillos del bluyín, se ha vuelto costumbre. Pienso muchas cosas, pienso en la malicia de los niños que hacen maldades a sus compañeros de parque. Pienso en la población afropacífica, en esa raza negra que vive pegadita a nosotros como amigos constantes, como empuje, como fuerza, como rechazo, como estigma, como brotes de historia, como un grito que reza: somos iguales. Pienso en el olorcito a marihuana, y en otros vicios que carecen de olor. No voy a negarlo, he querido fumarme un cigarrillo a medida que camino y reflexiono sobre la vida, el ser humano y este barrio. Fumar para despejar la mente, para cortarle años a mi vida. Entonces pienso en una cita de Rafael Chaparro Madiedo, autor de Opio en las nubes, que dice: “Nadie ha comprendido que el tabaco es el mejor amigo del escritor en esas noches solitarias cuando uno está frente al computador y la pantalla está en blanco. El tabaco es una especie de mar extraño por donde navegan las ideas. Unas se van con el humo. Otras se quedan. Se escriben”. Caminar sin rumbo y ver qué ideas quedan. Pero pienso en la muerte, todas las ideas quedan, no hay humo, lo hay y es ajeno. Muerte porque es lo que noto desde mi niñez en estas calles y en estos parques abandonados y polvorientos. Amigos, desconocidos, mujeres, policías, niños, enemigos, trabajadores, todos he visto caer. Parece que la historia del nombre del barrio, Petecuy, tuviese alguna relación con eso que es la personalidad de un barrio, su territorialidad. Porque el cacique Petecuy era un notorio asesino que comía la carne de sus enemigos para llenarse del valor y la lucha que ellos traían. Entonces pienso que Petecuy siempre va a tener el estigma de miedo, de muerte, de inseguridad, porque hacemos parte de un país en guerra, porque estamos dentro del entramado de una ciudad enferma por su rumba, su calentura, porque la misma Diosa Kali era la señora de la venganza y la crueldad. Dejo atrás la muerte, miro el pavimento y cambio de andén, esquivo excrementos de caballo, de perro. Las casas empiezan a deformarse. Ahora veo casuchas sostenidas por guaduas, paredes de latón y de gruesos cartones, de techos plásticos y un suelo que evoca tristeza.
Los niños corren descalzos, algunos aún en ropa interior, el olorcito aquel se hace fuerte, en las esquinas parches de jóvenes, de amigos, de parceros que saludan. No he sacado mis manos de los bolsillos. A mi izquierda sobre todo el horizonte un levantamiento de tierra se erige monumental, es el jarillón que nos protege de las aguas manchadas y violentas del Río Cauca. Un montón de tierra que ha significado un asentamiento para muchos desplazados. Pero allá arriba es otra cosa, otros problemas, otros habitantes, otras situaciones, otro tipo de vida igualmente contradictorio. Subo por un caminito marcado por el paso de muchos y arriba, bajo un gran árbol de uvillas, me siento sobre una piedra. Enfrente tengo a mi barrio y todas sus casas desiguales, noto las más altas, las antenas de comunicaciones, ropa secando al sol, perros en las terrazas y un ruido que advierte que abajo algo está en funcionamiento. Petecuy es el mapa urbano de todas mis historias, mis cuentos y estoy seguro que será el de mi primera novela. Un mapa colmado de vicios, de historias de amor, de lucha, de injusticia, historias de hombres grandes, de asesinos y de mujeres valerosas y asquientas. Abajo a mi izquierda la peor imagen, la del llamado hueco, donde se distribuye la droga, donde la delincuencia mata y come del muerto. El hueco es el foco de un Miedo Ambiente que ha tomado como víctima a todos sus habitantes y visitantes. Un Miedo Ambiente que obliga a caminar siempre con temor, con miradas busconas, con los ojos puestos en las personas que se acercan, que pasan, que miran, un Miedo Ambiente que cierra puertas a las ocho de la noche, que trajo consigo la presencia de tropa armada para su vigilancia, que preñó muchas niñitas, que asesinó a muchos pelaos, un Miedo Ambiente que estigmatizo cerca de ocho mil habitantes y obligo a vivir felizmente con desconfianza. Pero eso era tiempo atrás, años 90’s y comienzo del 2000.
Hoy los temores son otros, pero los viejos son los que marcaron a muchos como yo. Estoy tratando de armar una historia para incluirla en mi nueva colección de cuentos y he pensado escribir la historia de dos jovencitas que se aman, que siempre se encuentran en la misma esquina del barrio cuando salen de estudiar y tienen que dividir su camino. Lo he visto y es realidad, he visto como sus labios se untan, como sus manos aprietan fuertemente otras manos, lo he visto y hasta allí lo real. Ahora va mí trabajo; pienso que se aman, y pienso que lo prudente de la historia sería que su relación encontrara la felicidad, como también la oscuridad. Lo demás, repito, es mi trabajo. Alguien pasa y saluda, sonríe. Reflexiono un poco más. Pasan dos horas. Me pongo de pie y miro al fondo donde se esconde el sol, sobre el cerro de las tres cruces, falta poco más de cuarenta minutos para la oscuridad empiece a tomarse éste lugar. Subo la mirada un poco más y algunas aves empiezan a buscar refugio. Entonces pienso que es suficiente con ver mi barrio desde arriba, como un ave. Es hora de mutar y ser un roedor, un perro callejero en busca de comida, un gato de tejado en su calentura, una rata de alcantarilla que vive de cerca los peligros de la noche. Bajo y una de las chicas de mi historia pasa….

2 comentarios:

calabar dijo...

Que buen texto. Naturalidad y eficacia.

Sigue escribiendo hermano, te leemos.

Sandra Yuliana Garcia dijo...

Gracias Gustavo, es un buen relato de esa realidad que se vivió y se vive en en barrio Petecuy.